LAGUNA DE VOCES

•    El vagón de los artistas

Cuando descubrimos que hemos de ser simples pasajeros en el tren de la vida, es decir los que ven y admiran a los que abordan el vagón de quienes de un modo u otro cambiarán el mundo que nos toque vivir, aprendemos que con mucha frecuencia las cosas empiezan a perder su sentido real cuando los vecinos genios de la música, sea popular o culta como le llaman; de las matemáticas, la física, o verdaderos dioses y diosas del deporte, empiezan a bajar uno por uno en la estación para la que previamente habían comprado su boleto.
    Otros, políticos en su mayoría, con regularidad son echados por los simples pasajeros iguales a uno, que solo en esas ocasiones tienen la oportunidad de mostrar el poder que tienen grises y desconocidas personas en bola, para invocar la justicia justiciera.
    Pero con todo, hasta estos últimos personajes participan en la configuración del tren correspondiente a la época que nos ha tocado usar, -cosa del destino, la suerte, o la capacidad física- para trepar en alguno de los vagones.
    Y la pérdida de cada uno de ellos hace más tedioso el trayecto que casi siempre es igual en tiempo al de los que empiezan a irse, es decir a morir, y heredan una nostalgia cada vez más preocupante; porque no es en este caso que Juan Gabriel haya sido el artífice principal de nuestros recuerdos, sí en cambio la señal inequívoca de que empezamos a ser adultos en plenitud de achaques y enfermedades.
    Empezamos a ver cerca el fatal desenlace, si no de manera inmediata para uno mismo, sí con certeza para otros que saben, por anticipado, que morirse ya no resultaría ninguna sorpresa, y por el contrario una consecuencia lógica del paso del tiempo.
    Algunos difuntos que dieron vida a la escenografía en medio de la cual crecimos, dolerán más que otros, aunque eso sí, nunca como un pariente cercano, un amor entrañable. Pero duelen por la razón simple y mundana de que aceleran la pulverización del lugar que construimos y pensamos eterno.
    Igual que con el amor, aceptamos que lo único eterno es el instante que dura, y podremos hacer rabitas, tirarnos al suelo y jalarnos los cabellos, culpar de ese espíritu materialista a desalmados personajes. Lo que usted mande y ordene, pero el hecho sustancial, absoluto, es que la única eternidad es el olvido, como dijera Neruda.
    No conozco a la fecha amigo de parranda, y cuya cabecita blanca haya muerto, que no llorara a moco tendido al escuchar “Amor Eterno” de Juan Gabriel. Y por supuesto hablo en plena cantina con mingitorio pegado a la barra, bloque de hielo y la posibilidad de seguir la plática sin interrupción de ningún tipo.
    El Juanga, dicen ahora los que analizan su vida, logró ser un José Alfredo en tierras de los que pueden cortarse las venas con vidrio de botella por una pérfida mujer, pero también evocar con lágrimas en los ojos a su progenitora, la del que toma, no la del que compuso “Ella”.
    Solo falta que al rato anuncien que también pasó a despedirse Óscar Chávez, Silvio Rodríguez o Pablo Milanés, para entrar en estado de pánico, porque la de sonrisa huesuda y celestial, habría recibido entonces la orden de empezar a vaciar el vagón de los que pintaron con canto y vida la existencia de todo el respetable pasaje, que ya sin ellos no entendería para qué seguir y rumbo a quién sabe dónde.
    -¡Siguiente parada..!

Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@gmail.com
twitter: @JavierEPeralta

CITA:
Igual que con el amor, aceptamos que lo único eterno es el instante que dura, y podremos hacer rabitas, tirarnos al suelo y jalarnos los cabellos, culpar de ese espíritu materialista a desalmados personajes. Lo que usted mande y ordene, pero el hecho sustancial, absoluto, es que la única eternidad es el olvido, como dijera Neruda.

   
   
   

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