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LAGUNA DE VOCES

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●    Asuntos del mar

Yo era quien subía al autobús en una Central Camionera de entonces lóbrega, apenas alumbrada; ahora igual de triste pero con uno que otro foco de más. Hoy soy el que se queda, le dice adiós, y mi hijo se asoma apenas para extender la mano y despedirse. Él se va al lugar de donde llegué. Yo me quedo en el que nació.
    Mi padre supo que nunca volvería cuando dejé la casa por vez primera, y por eso cada que acudía a dejarnos a la terminal en la calle de Circunvalación en la ciudad de México, se esperaba hasta ver que el autobús se perdía entre las calles. Era amoroso y nos extrañaba a cada uno de los que habían dado vida a la historia que le tocó contar solo, ya sin mamá.
    El primer signo claro, evidente, brutalmente sincero de que somos viajeros temporales en la vida, resulta ser cuando un hijo emprende su propia aventura, única, fabulosa, plagada de misterios, también dolores, pero más alegrías porque es lo que nutre la voluntad de saborear cada día.
    Estoy seguro que una tarde de julio de 1984 me vi en la Central Camionera de Pachuca en el rito de despedir a un hijo que en ese entonces no tenía. Yo era quien subía al autobús Flecha Roja, apresurado, porque cuando menos dormir un rato en la casa paterna me daba la certeza de que aún pertenecía a ese lugar, a la sala de sillones forrados con tela azul y un librero que mi cuñado fabricó a lo largo de un mes de trabajo intenso.
    Y en esa ocasión, al preguntarme cómo serían las cosas pasados 30 o más años, estaba un hombre de pelo cano pidiéndole a su hijo que se cuidara, que avisara tan pronto llegara a la casa donde viviría en la Ciudad de México.
    Siempre pensé que regresaría a la colonia donde pasé infancia, adolescencia y parte de mi juventud, aunque también rogaba porque no fuera así. Hay gente que nace para vivir en grande metrópolis, hay otras que no, que se engentan incluso en un almacén o plaza comercial.
    Pero estaba conmigo mismo 32 años después, igual que todos nos preguntamos en algún momento de nuestras existencias lo que sucederá pasado el tiempo.
    Comprendo más a mi padre, a mí mismo, porque con todo y que lo hicimos en su momento, es decir buscar el camino por donde transitaría nuestra vida, no hay día en que no imploremos a la existencia porque nos deje la presencia de las personas que amamos, y por lo tanto extrañaremos si tienen que irse.
    Sin embargo así ha sido desde tiempos inmemoriales. Así debe ser.
    Y por supuesto que nos encontramos con las frases de los que considerábamos viejos: “¡qué rápido esto de vivir, cómo se pasa el tiempo!”.
    Toda terminal, de autobuses, aviones, trenes, tienen una semejanza absoluta con la vida misma. Los que salen gustosos en busca de esa fabulosa oportunidad que otorga la existencia humana, son los que llegan apenas al primer capítulo en que se abren los ojos y se paladea cada instante.
    Son quienes se quedan los que ya llegaron, y lo entienden y lo aceptan.
    Así que sin duda esa es la razón fundamental para escribir esto.
    Hace muchos años que llegué al puerto y por fin me doy cuenta que la tierra firme donde camino es igual al destino que logré mirar cuando tenía 22 años; y al preguntarme lo que pasaría pasados 30 o más años, estoy seguro que vi reflejado en el vidrio de la taquilla a un hombre que despedía a su hijo a punto de embarcarse en esa gran aventura de la vida.

Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
twitter: @JavierEPeralta

CITA:
Estoy seguro que una tarde de julio de 1984 me vi en la Central Camionera de Pachuca en el rito de despedir a un hijo que en ese entonces no tenía. Yo era quien subía al autobús Flecha Roja, apresurado, porque cuando menos dormir un rato en la casa paterna me daba la certeza de que aún pertenecía a ese lugar, a la sala de sillones forrados con tela azul y un librero que mi cuñado fabricó a lo largo de un mes de trabajo intenso.