LAGUNA DE VOCES

●    Risas de cartón

Necesariamente tenía que ser más alegre en ese pueblo donde todos caminaban por la calle con una sonrisa de oreja a oreja. Así que se puso a ensayar frente al espejo, donde se dio cuenta casi de manera inmediata, que parecía un loco con los ojos abiertos al máximo y dientes en lugar de labios. Resultaba poco menos que imposible ajustarse a lo que todos podían hacer sin la menor dificultad.
    La primera semana lo trataron como a uno más, con la certeza de que acostumbrarse a la felicidad, o lo que ellos entendían como tal, debía costar trabajo, de tal modo que acordaron darle hasta un mes de gracia. Seguro cambiaría el ceño fruncido por uno que incluso pudiera contagiar a quienes lo vieran de mejores sentimientos.
    No es que en ese pueblo fueran felices, pero acabaron por comprender que a falta de ese ingrediente, siempre resultaba prudente fingir que era posible serlo, y el camino era más sencillo si solo era cuestión de dar el paso a la realidad. Pero como eso de la realidad a nadie le había funcionado, acabaron por conformarse con la posibilidad, el intento.
    Sin embargo, a la segunda semana de intentar plantarse en la cara una sonrisa grande como la de un niño gordo -catalogado como el más sonriente entre los sonrientes-, empezó a desesperarse y pensar en huir, con todo y que era su única esperanza para no morirse de tristeza.
    Pero pasó lo que tenía que pasar, es decir que de la noche a la mañana amaneció con una carcajada dibujada en el rostro, con la diferencia fundamental de que había descubierto el chiste o la gracia de la vida. Es decir que sin darse cuenta empezó a burlarse de él mismo.
    Al principio todos lo alabaron. Estaban seguros que su llegada era un gran aviso, el más importante en la historia del pueblo que podría asegurarles la sobrevivencia, luego que cundió la noticia de que en poblaciones cercanas la gente se moría de tristeza, y no había poder humano ni divino que evitar esa situación.
    Se le perfiló como un santo que podría ser llevado en procesión para conjurar los dolores y amarguras. Estuvo de acuerdo porque era feliz, absolutamente feliz, y si eso se podía contagiar resultaba una bendición.
    Así que lo vistieron de blanco con una capa roja, y en la mano derecha un cayado igual que el de Moisés cuando separó las agua del Mar Rojo.
    Y resultó que cuando lo vieron todos empezaron a reír, a carcajearse, a caminar por las calles con una cara de felicidad como nunca se había visto. Vaya que fue un éxito, y de muchos lugares llegaron peticiones para que les contagiara la felicidad.
    Hasta que pasó lo que tenía que pasar. Y fue la mañana en que luego de levantarse vio en el espejo el rostro de alguien que ya no era él, que irradiaba felicidad pero no era él. De alguna forma había sido robado en su más absoluta intimidad, y lo que quedaba era una caricatura.
    Era eso: una vil caricatura.
    Se le cayó la carcajada de la cara. Todos lo pudieron ver, porque rebotó contra el piso y se quebró. Quedó hecha miles de pedacitos, de tal modo que era imposible intentar reconstruirla.
    Presurosos buscaron quién lo sustituyera, pero la tristeza había invadido el pueblo, los vecinos que se habían curado, y nadie quiso hacer nada por el pobre hombre que acabó por tirarse del puente arriba del río. Es decir que se murió ahogado en su propio llanto.
    Desde entonces cada cual puede hacer lo que le venga en gana con su vida. Reír, aunque dure poco la alegría, o hacer cara de mustio y andar por la existencia sin saber el objetivo de la misma, y por lo tanto ni llorar ni sonreír, sino todo lo contrario.
    Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@gmail.com
twitter: JavierEPeralta

CITA:
    No es que en ese pueblo fueran felices, pero acabaron por comprender que a falta de ese ingrediente, siempre resultaba prudente fingir que era posible serlo, y el camino era más sencillo si solo era cuestión de dar el paso a la realidad. Pero como eso de la realidad a nadie le había funcionado, acabaron por conformarse con la posibilidad, el intento.
   
   
   

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