* Días de infancia
Los niños salen a jugar en vacaciones. Llenan el jardín de la colonia. Corretean una pelota, redescubren el misterio del bote pateado, pierden el tiempo con el quehacer más provechoso que los adultos olvidamos: divertirse. Les gusta divertirse, agotar las horas del día en nada de lo que consideramos provechoso pero que ansiamos recuperar cuando los años se han acumulado, y correr simplemente es toda una aventura sin que antes la cadera se enchueque o el pie vuelva a dar lata luego de casi cuatro meses de recuperación.
No pasa día sin que dos niños de mismo nombre toquen el timbre de la casa y pregunten por mi nieta Valentina. Apenas regresó de Huejutla y le dije que la buscaron casi a diario. Vio a sus amigos y salió para reiniciar un partido de fútbol pendiente desde hace semanas.
Los niños se entienden apenas con un gesto, y logran ponerse de acuerdo en segundos. Tienen como guía el ánimo de la vida.
A veces el jardín se queda solo igual que los juegos, pero es solo por momentos. De pronto la pelota empieza a rebotar, a estamparse contra las paredes y sabemos que de nueva cuenta la colonia recupera el esplendor que solo ellos, los pequeños, pueden darle. De otro modo ningún lugar se entendería, y a lo mejor se vería bonito con el pasto recién cortado y todo verde, pero sin los que se esconden del otro sería más parecido a un lugar de descanso para los viejos que ya somos, y eso quiere decir que sería el paso anterior a la despedida.
De un modo u otro ellos nos retienen a la tierra, nos dan fuerza igual que el amor, y siempre están dispuestos a perdonar nuestro cansancio, aburrimiento a lo mejor, o eso que llamamos la gran responsabilidad del trabajo, que no es otra cosa que una buena forma de justificar el que ya no sabemos jugar.
Si jugáramos un poco, aunque sea un poco, estoy seguro que la vida sería diferente. Pero jugar así, como ellos, sin necesidad de ganarle a nadie, simplemente salir al jardín y corretear una pelota por el puro gusto de hacerlo; o escondernos luego que el bote sale, justamente pateado.
Importaría muy poco si hace frío o calor, si traemos o no suéter, porque además parte de la infancia es enfermarse y sobrevivir.
Las vacaciones por eso resultaban tan maravillosas en la infancia, porque empezaban justamente cuando empezaban, sin esperar la fecha en que saldríamos a alguna parte, si eso era posible. Donde quiera eran vacaciones.
Y mucho de eso olvidamos.
Ahora debemos planear, es decir anticipar lo que no debiera ser anticipado. Ninguno de los niños que juegan en el jardín, en el parque, llevan un agenda para tener las horas de juego. Sería absurdo y entonces las vacaciones dejarían de serlo.
Incluso cuando sus papás se los llevan a alguna parte simplemente desaparecen y regresan igual, sin avisar para reiniciar el partido de fut.
No pasa el tiempo y donde estén se divierten.
Esa es la gran maravilla de la infancia cuando se sabe ser niño. Cuando la vida y las circunstancias nos dejan ser niños.
Felices vacaciones a los niños, a los niños que fuimos, a los niños que por desgracia trabajarán todavía más en estos días. De todos modos, y de alguna manera, la necia infancia sobrevive, y de eso tengo constancia.
Mil gracias, hasta mañana.