LAGUNA DE VOCES

* El árbol de la vida

 

Si como dicen los jardineros, el árbol “pega”, estará frente al ventanal de mi casa aún después de que muera y por algunos meses será recuerdo amable en la memoria de quien me quiere. Luego, así lo espero, se mantendrá firme para ver que el tiempo pasa, junto con el sol que lo alimente de la energía necesaria para trascender nuestras vidas, tan cortas de por si.

            Con sus hojas rojas que fueron la atracción de la familia cuando lo vieron, el vendedor de plantas no tenía muchas noticias de un arbolito con nombre “Sangre libanesa”. Finalmente lo encontró y no pasaron dos semanas sin que ya luciera plantado a la entrada de la casa, con la esperanza de que no sea presa del mal tiempo, aire, frío, calores propios del infierno, y todo lo que ofrece una ciudad como Pachuca.

            Será testigo de todo lo que acontezca de aquí a que sea invulnerable al mal clima. Y como tal, estoy seguro que se mantendrá leal a las confidencias que mis hijos le cuenten, uno mismo, porque la única seguridad en el mundo que nos ha tocado vivir, es que somos presa de una grave, gravísima calidad de fugacidad, en la que no caben eternidades, salvo las que a veces inventamos para pensar que hay algo de trascendente en la existencia.

            Un árbol es trascendente por si mismo. Si crece, si mantiene el vigor de no morir hasta alcanzar ese grado de invulnerabilidad, estará el tiempo que sea necesario para recoger todos los días la insistente necedad de pensar que seremos inmortales.

            Aquí está desde que llegó y fue plantado. No se va porque evidentemente no puede irse, pero hasta donde observo, muestra la voluntad de quedarse por el tiempo que sea necesario.

            A veces pienso que, al igual que el árbol, con la diferencia que segurísimo no duraré ni lo que tarde la sombra en crecer por sus hojas, estoy por convertirme en un mudo testigo de la vida. No porque sepa todos sus secretos ni mucho menos, a lo mejor sí porque los caminos amargos que a veces la nutren, se parecen a las raíces que topan con piedra y se secan, pero un día cualquier le vuelven a nacer los brazos que lo alimentan, y entonces retoña de retoñar.

            El paso del tiempo es posible que termine por secar el corazón, y entonces uno se hace triste y olvidadizo del porqué o para qué anda por este mundo. Se achaca la rapidez exagerada del tiempo, que apenas abrimos los ojos y ya estamos en el mes de junio y después adiós al 2015. ¡Tanta prisa espanta!

            Sin embargo, más allá de la prisa es la preocupación por no poder detener nada, como si los brazos, las manos, se hubieran convertido en coladeras donde queremos guardar agua. Todo termina por irse, maldecimos, y después se convierte en recuerdo, luego olvido, luego nada.

            La juventud por eso es el estado perfecto para construir eternidades, sean o no ciertas.

            Hay una facilidad natural cuando de eso se trata. Aunque también es la constante que en esos años lo que menos se piensa es en apartar la vida de lo fugaz. Entre más rápido y momentáneo sea todo, mucho mejor. Habrá tiempo en el futuro para edificar lo que nunca acabe.

            Después, como evidentemente es obvio, se descubre que ya no hay tiempo de atesorar tiempo, de que todo acaba por escurrirse de las manos, para volvernos un rato huraños, rencorosos, y luego saber, simple y llanamente, que la vida es así.

            Por eso un árbol que me mira desde el jardín, dedicado en cuerpo y alma a ser eterno, me hace pensar que no hay terea más preciada en el ser humano, que convertirse en árbol.

            Mil gracias, hasta mañana.

 

peraltajav@gmail.com

twitter: @JavierEPeralta

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