* Calles como Melancolía
Cualquiera puede mirar los cerros pelones que rodean Pachuca, los pedazos de calles en los barrios altos que miran el enjambre en que se ha convertido la ciudad. Cualquiera sorprenderse que una capital que no estaba destinada a serlo, haya sobrevivido al éxodo masivo de quienes abandonaron espantados el DF, a la multiplicación como peces de los coches que invaden todo, en uno de esos fenómenos raros que podría arrojar la estadística absurda, de que cada día nos acercamos más a la posibilidad de ser tragados por los automóviles, que tarde o temprano serán más que los humanos.
Cualquiera, sin el menor pudor, comprobar que desde sus orígenes creció desfigurada con sus barrios y callejones de plato roto, que no es otra cosa que la carencia de un rostro simétrico, una mirada que nos dijera con claridad si la identidad del Tuzo se había o no quedado en los túneles cuando la minería acabó.
Es de sorprenderse que hasta estos años permanezca en la memoria, aún con una raquítica existencia de monumentos y casas que den vida a los recuerdos, la certeza de que no es la cantidad ni la grandiosidad lo que produce melancolía. Es la necia seguridad de que alguien debe recordar, lo poco o mucho, pero lo que alguna vez existió y dio sentido a la vida del que memorioso se niega al olvido.
Sin embargo nadie podrá detener el tiempo. En eso no hay duda alguna.
Se irán para siempre los que habitaron desde su origen los barrios altos, los que crecieron a un lado del Reloj Monumental, quienes tuvieron tardes frías provincianas en el Parque Hidalgo. Se irán todos, nos iremos todos, y las nuevas generaciones, a su modo y a su gusto, tendrán que decidir si guardan como planeta Melancolía de Lars von Trier, retazos de reloj, parque y barrios, simplemente como símbolo de lo efímero que es la existencia.
Pero ellos, no los que para entonces seremos apenas recuerdo en la familia, en los más cercanos. Nada ante lo que implica un lugar, un espacio donde cientos, miles tal vez fueron felices.
Cada generación es la encargada de entrar a la casa paterna, bajar trajes del guardarropa, hacer un bulto y regalar buena parte de lo que cuidamos con tanto empeño, porque uno sirvió para la fiesta de 15 años de la hija, otro para la titulación, otro para la boda. Pero el resultado único y real es que están viejos, a veces apolillados, fuera de época, fuera de todo contexto que les dieron sentido.
Y mal haríamos en condenar a los hijos, a los nietos, al uso forzoso de las prendas del abuelo o el padre, porque se trata de que sean felices, no miserables con los mantos de quienes además ya de difuntos solo pueden traer mala suerte.
Seguro que muchos nos negaremos desde donde estemos a que el traje azul marino, regalo de la esposa, y apenas usado porque en esos años ya había pasado el gusto por andar trajeado y de corbata, vaya a ir a parar quién sabe a qué lugar.
Pero es la vida, y por supuesto la muerte, lo que guía este proceso constante de cambio. Ni modos que exigir se guarde hasta pudrirse. No, sería una necedad, un absurdo.
Cambia todo y por eso ni quejarse de que nadie quiera ponerse unos zapatos, unas camisas, unas corbatas, unos trajes que solo pueden servir, en términos reales, al que fue un día a la tienda y dio vueltas y vueltas hasta dar con el color, la tela, el sueño hecho realidad de vestirse bien un día en la vida.
La vida, la simple vida.
La que descubrimos siempre, crece como plato roto, con todos los caminos a seguir, para luego dar vuelta, regresar, volver a caminar y nunca encontrar a ciencia cierta la salida entre callejones que no conducen a ninguna parte.
A cada cual le toca un lugar especial que no por eso habrá de permanecer más allá de nuestra partida. No será así, como las tres ventanas de barrotes blancas que están frente a la oficina, y que con suerte durarán otros 50 años, no más, y un día cualquiera serán sustituidas con todo y casa que las soporta, por un parque, una tienda, lo que sea. Con todo y que fue parte fundamental de nuestra existencia.
Mil gracias, hasta mañana.
twitter: @JavierEPeralta
CITA:
Cada generación es la encargada de entrar a la casa paterna, bajar trajes del guardarropa, hacer un bulto y regalar buena parte de lo que cuidamos con tanto empeño, porque uno sirvió para la fiesta de 15 años de la hija, otro para la titulación, otro para la boda. Pero el resultado único y real es que están viejos, a veces apolillados, fuera de época, fuera de todo contexto que les dieron sentido.