* Cofe, el defensor de los golpeados
Tuve un compañero en la secundaria de apellido Cofe, que con toda seguridad habrá terminado como él mismo lo anticipaba cuando besaba a su novia en el salón de clases, y decía que el futuro que le esperaba no podría se otro que la cárcel, o una muerte violenta, porque así estaba marcado, y porque debía cumplir el destino que desde niño supo que tendría.
Con la nariz chueca por una patada que le dieron en una de tantas peleas, cicatrices en los brazos y el cuello, alguna vez dejó entrever que su padre era el autor de muchas de las golpizas, y que su madre se conformaba con pedirle resignación. Siempre terminaba la plática con un solo juramento, “cuando tenga edad lo voy a matar”.
Jugaba todos los días a correr en la barda de unos dos metros de altura que rodeaba la escuela. Ni una sola vez se cayó, aunque lo deseaba en ocasiones que llegaba especialmente hastiado de la furia de su papá y la actitud de su mamá que no concebía siquiera la idea de dejar al marido.
Y con todo era un joven bondadoso, nunca de los que participaban en lo que ahora llaman “bullying”, y que no era otra cosa en estos tiempos que agarrar al más desvalido y cobarde de encargo hasta hacerlo reventar. Al contrario, asumía la responsabilidad de cuidar por ese grupo selecto y amargo de los que bajan los ojos cuando son golpeados.
Hacer la cuenta de las veces que se agarró a trompadas con los que sobajaban a quienes no se defendían, llevaría un tiempo enorme, tanto como los tres años de la secundaria en que un nutrido número de temblorosos y espantadizos acabaron por verlo como un verdadero salvador.
De algún modo convertirse en el defensor de los indefensos le permitía sacar la rabia que llevaba dentro, la furia, la desesperación por no poder hacer nada contra el padre golpeador, que solo aceptaba intercambiar la golpiza que le iba a propinar a su madre o a un hermano menor, si Cofe aceptaba recibir lo que llamaba castigo ejemplar.
Al otro día de esos hechos llegaba cabizbajo, se diría que triste, pero más que tristeza era una resignación al destino que ya se asomaba desde ese entonces a su vida. “La cárcel o la muerte”, repetía antes de echarse a llorar sin que nadie, absolutamente nadie, pudiera atreverse a emitir el más mínimo gesto de burla.
Lo respetaban, lo respetábamos porque a muchos salvó del horror del grupo dedicado a pegarle al que se espantaba; pero también a esos mismos que ejercían el terror como modo de vida, les inspiraba una profunda comprensión, un acuerdo sin palabras en que se diría que lo admiraban porque transformaba el terror que vivía en su hogar, en una capacidad única para salir al quite de los que siempre lloraban al primer golpe en la cara. Ellos no.
Cuando salimos de la secundaria me dijo que la vida sería buena conmigo porque, después de todo, no era mala persona. Me aconsejó no dejarme nunca de nadie, y responder a una trompada con otra, una patada con otra, una ofensa con muchos golpes si era necesario.
Le pregunté dónde haría la preparatoria. Está claro que ya no seguiría sus estudios, porque el padre solo esperaba el certificado de secundaria para meterlo a trabajar en quién sabe qué lugar, pero con obligación de aportar al gasto de la casa.
Haber sido el defensor de todos los débiles del salón siempre le acarreó la admiración de las compañeras prácticamente de toda la escuela. Así que por novias nunca pudo quejarse.
Sin embargo, y desde esa edad, tenía muy en claro que no deseaba tener hijos nunca, y sí en cambio procurar todo lo que fuera necesario para que junto con su hermano y su mamá algún día pudieran huir a otro estado del país. Y por supuesto, en el momento menos pensado, hacer pagar a su papá por todo lo que les había hecho.
Cofe era un muchacho de corazón noble, y de eso pueden dar testimonios los 30 y tantos que salvó de golpizas diarias en la secundaria. Simplemente lo hacía porque creía que era de justicia no permitir que unos, igual que él, desquitaran su furia con otros también espantados ante la vida.
Hace más de 40 años de aquello y deseo con toda sinceridad, que Cofe haya podido escaparse del destino miserable que él estaba seguro debía cumplir. Que se haya casado y tenido hijos a los que pueda contar los tiempos en que se convirtió en el defensor de los más espantados de la escuela secundaria.
Mil gracias, hasta mañana.
twitter: @JavierEPeralta
CITA:
Lo respetaban, lo respetábamos porque a muchos salvó del horror del grupo dedicado a pegarle al que se espantaba; pero también a esos mismos que ejercían el terror como modo de vida, les inspiraba una profunda comprensión, un acuerdo sin palabras en que se diría que lo admiraban porque transformaba el terror que vivía en su hogar, en una capacidad única para salir al quite de los que siempre lloraban al primer golpe en la cara. Ellos no.