LAGUNA DE VOCES

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* Amar es el asunto

Me causan un enorme pesar los amores muertos, especialmente aquellos que pretendieron ganarle al destino una jugada que de antemano tenían perdida. Uno los puede ver con los ojos hinchados de no dormir, nadamás por pensar qué nueva estrategia podrían aplicar para salvar lo que siempre estuvo perdido. Es una lástima porque juegan con absoluta honestidad, con la certeza de que en ello está su vida, el futuro que intentan hacer juntos pese a todo, cuando el presente ofrece una y mil pruebas de que ya están separados.
    Me dan tristeza porque después viene la amarga aceptación y con ello la abdicación pública al reino de los sueños, los ideales, todo aquello que de joven puede nutrir el alma para hacerla menos amarga. Por eso los que en tempranas edades amaron calculadoramente, sin dolor, sin llanto de por medio, están condenados a la vejez igual de tediosa, alejada de los milagros, como no sea el que se los lleve más rápido, más aprisa.
    Es una constante en el mundo de los adultos, casi viejos, justificar las separaciones con aquello del, “es mejor así que hacerse daño, mejor la tranquilidad”.
    Todo eso es una estupidez. El amor es una constante búsqueda de uno mismo en la otra mitad a la que amamos, y por lo tanto hay de todo menos tranquilidad, menos el fastidio que producen las relaciones plagadas de exactitud y aburrimiento.
    No pocos renuncian, abdican al reino de los sueños, en el entendido de que es lo mejor para ambos, y hacen de su vida un andar errante por lugares sombríos, predecibles, conocidos de antemano sin haberlos visitado, inmensos túneles de repeticiones.
    Entonces aparecen los recuerdos, la idea de que tal vez sea cierta la tesis de Vicente Leñero y los físicos de la física cuántica, de que todos los destinos se cumplen al mismo tiempo, y entonces al sensato y aburrido que fuimos al asumir la renuncia, se sumó otro uno mismo que hizo todo lo contrario, y derrumbó muros de costumbre para lanzarse a la aventura.
    Puede ser un consuelo de la ciencia y la literatura, pero hasta por necesidad debe ocurrir algo similar a la trama de “La Vida que se va”.
    Cuando escribo en la habitación de mi hijo tapizada de instantes que seguro para él fueron felices, me pregunto si no le resultaría más fácil simplemente dejar limpia la pared de la melancólica necesidad de recordar, y caminar sin el lastre de la memoria. Pero es una broma, al contrario, celebro tenga la capacidad de amarrar su vida a una apuesta tal vez perdida con el destino, pero en la que no cede, no hace pública su abdicación absoluta al reino de los sueños.
    Eso me anima.
    Sé, estoy seguro, que con todo y el desfiguro de padre que a veces puedo resultar, tiene en su mirada la rotunda y absoluta certeza de su abuelo que siempre, cuando puede, me dice con la emoción de sus 91 años: “nadie como tu mamá Aurora”. Es decir que mi padre no sólo peleó con el destino que lo animaba a cancelar los sueños, ser presa del destino que lo mandaba a otros rumbos cuando conoció a mi madre. No sólo hizo eso, sino que le ganó, se quedó para siempre en los ojos negros de su mujer, y estoy cierto que la espera todos los días luego que hace  más de 50 años que ella murió.
    Mil gracias, hasta mañana en los Retratos.

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