
Letras y Memorias
Ha caído la primera gota de muchas más que vendrán; el cuerpo se encuentra disfrutando de un oleaje suave, suave dentro de los feroces estándares que suele manejar el océano. Los pies gozan con la arena brindando ligeras caricias en la planta y los dedos y, allá, del otro lado del mar, lo único medianamente distinguible es un cielo que pasa del azul radiante, a tonos grises y fríos, tan fríos que terminan por apaciguar el incesante bochorno y el aplomo de los rayos solares golpeando la piel.
Caen más gotas. El cuerpo, aún disfrutando del oleaje y la brisa, se ve amenazado por pequeños pellizcos producto de la llovizna que se ve absorbida por la inmensidad de las aguas del golfo; el golfo se está comiendo entera a la tormenta y uno parece apenas un grano de arena en medio de todo el monstruoso escenario. Entonces, ¿cómo es que somos capaces de permanecer dentro del titán mojado, cuando lo obvio sería correr aterrado a tierra firme? No lo sé, no tengo idea de por qué decidí quedarme, pero creo que si tuviera de nuevo la oportunidad, haría exactamente lo mismo.
Opté por permanecer con medio cuerpo dentro del agua, así en caso de tener que huir despavorido, sólo debía mover las piernas y poner el resto de mí a salvo del apetito marino. Tristemente, no era el agua en mis pies de la que tenía que cuidarme, sino de la que caía del cielo y dejaba pellizco y después llagas en los brazos, pecho y espalda. Martillaban esas pequeñas gotas sobre la cabeza, y a medida que los vientos soplaban más recio, el miedo entonces sí inundaba la mente, imaginando que en el momento menos pensado, ese monstruo y sus olas acabarían por devorarnos.
Con el terror entrando por las llemas de los dedos, uno decide que es momento de correr hacia tierra firme y ponerse a salvo de la tormenta que se forma sobre los cabellos, pero por más que la órden se dé a las piernas, éstas se sienten pesadas, estancadas en la arena que al inicio fue amigable, y en este punto parece cómplice del devorador de barcos y marineros.
Los brazos abiertos claman una tregua, y aunque la señal pareciera de gozo y alegría por ser parte del ambiente húmedo, por dentro el corazón sabe que realmente se está pidiendo piedad a quien sea que gobierne el mar.
Sigue la tormenta, y cuando uno finalmente se quita ese embrujo lanzado por las sirenas y las demás creaturas refugiadas en las profundidades, asume que es tiempo de correr, de levantar el ancla y no volver a sumergirse en la salinidad de aquella porción de agua; pero para cuando la huída se emprende, ya es tarde, es tarde porque la tormenta arrasó con el verano y aunque todo lo demás luce intacto y de pie, es más que sabido que el terror en el cuerpo no se disipará como se han ido disipando las nubes grises que renovaron el día.
El cuerpo ya se siente a salvo, seguro en una pequeña palapa donde la arena permanece fresca bajo el amparo de las hojas de palma, pero aunque el cuerpo está bien, en el pecho todo duele porque curiosamente, uno sintió que el descanso de la rutina, se tornaría en perpetuo cuando las aguas de abajo y las de arriba, decidieron agitarse al unísono.
¡Hasta el próximo jueves!
Postdata: Sí, el mar da miedo, pero una cosa más terrorífica que eso, es siquiera pensar en que el ser humano conoce más del universo, que de la masa acuosa que inunda al planeta.
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