Home Nuestra Palabra Prisciliano Gutiérrez La sinceridad y las máscaras (No sólo de palabras vive el discurso)

La sinceridad y las máscaras (No sólo de palabras vive el discurso)

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FAMILIA POLÍTICA

    Los políticos ya no utilizan máscaras externas, llevan integradas varias en su propia piel y aprenden a intercambiarlas como lo hacían los griegos, de acuerdo con sus circunstancias y las exigencias de sus personajes.  Ésta es una disciplina adicional al quehacer público contemporáneo: lo llaman diplomacia o hipocresía.  La piel es un material versátil; con ella se pueden diseñar caretas de luchador social, académico, intachable servidor público, religioso recalcitrante, mesías o poeta; vamos, hasta de vulgar y anónimo miembro de la masa popular (infelizaje).  El sólo manejo multifacético de la piel es importante; pero para tener éxito total, se requieren otros elementos:

 “Entre la tragedia y la comedia
sólo hay una máscara.”

PGH.

La oratoria política tiene su origen en el teatro.  El teatro nació en Grecia allá por el Siglo VI a.C.  Hasta la fecha en ciudades antiguas de aquel país, sobreviven algunos coliseos con su proscenio central y su estructura de gradas en forma de semicírculo, donde se hacía alarde de un prodigioso sentido de la acústica, capaz de hipnotizar a más de tres mil espectadores, sin la magia del micrófono.
    Los actores (todos del género masculino) recurrían a determinados artificios para dar singularidad a sus personajes.  Los principales usaban máscaras (personae), grandes zapatos de plataforma (coturnos), túnicas rojas (nobleza), negras (maldad o tristeza) y de colores vulgares, para histriones irrelevantes.  El coro era un grupo (también de varones), que narraba, con voz colectiva, la conciencia de los protagonistas o la voluntad de los dioses.
    El teatro nació como ceremonial religioso, para celebrar las fiestas dionisiacas, en honor de esta deidad.  Sobrevive aún la caracterización teatral en algunos rituales: por ejemplo, los sacerdotes se ponen sotanas, los jueces togas y Birretes, los soberanos coronas y cetros…  Finalmente en misas, juicios, y otras, solemnidades… subyace la naturaleza escénica.
    Desde sus orígenes este género literario (dramático) se expresó en dos subgéneros: la Tragedia y la Comedia.  Esquilo, Sófocles y Eurípides se consideran los tres grandes clásicos, por escribir obras, en las cuales los personajes principales eran dioses, semidioses, reyes, héroes… condenados a cumplir un destino fatal, en total anulación de su libre albedrío.  Todas las tragedias conocidas de estos autores, tienen un final horrendo (Medea asesinó a sus hijos, Edipo mató a su padre y fornicó con su madre, antes de sacarse los ojos).
    En contraste, Aristófanes fue el más burlón autor de comedias.  Con estilo ligero y gran sentido de la ironía satirizó a grandes personajes de su tiempo; son inmortales sus obras: “Las Abejas”, “Las Ranas”, “Las Nubes” y otras.
    También los símbolos sobreviven; es común encontrar en las fachadas y marquesinas de los teatros, dos máscaras entrelazadas: una sonríe y la otra llora.  Es anecdótico, que el mismo actor usara una sola careta con las dos expresiones; claro: el público veía sólo la que estuviera de acuerdo con el tema.
    Algunos autores mencionan al drama como un híbrido, producto de los dos subgéneros anteriores.  Cuestión de estilo.  En este esquema recuerdo a un viejo y sabio ex gobernador que me decía: “solamente hay dos maneras de ver la vida propia: como una tragedia o como una comedia.  La primera está llena de lágrimas y sufrimiento.  Hay que ubicarse en la segunda; vivir para reír y para burlarse, inclusive de uno mismo”.
    Los políticos ya no utilizan máscaras externas, llevan integradas varias en su propia piel y aprenden a intercambiarlas como lo hacían los griegos, de acuerdo con sus circunstancias y las exigencias de sus personajes.  Ésta es una disciplina adicional al quehacer público contemporáneo: lo llaman diplomacia o hipocresía.  La piel es un material versátil; con ella se pueden diseñar caretas de luchador social, académico, intachable servidor público, religioso recalcitrante, mesías o poeta; vamos, hasta de vulgar y anónimo miembro de la masa popular (infelizaje).  El sólo manejo multifacético de la piel es importante; pero para tener éxito total, se requieren otros elementos:
    No sólo de pan vive el hombre, ni sólo de palabras se nutre el discurso, aunque sin ellas no existe ninguno de los dos.  El mejor demagogo no es aquel que mayor dominio tiene de lenguaje, sino quien lo utiliza con mayor eficacia.  Alguien llegó a la presidencia de la República reforzado por un monosílabo: ¡Hoy!  ¡Hoy!  ¡Hoy!; otro bajó en las encuestas por meterse imperativamente con el reino animal: ¡Cállate chachalaca!  Un público enajenado pierde su sentido crítico y aplaude como si fueran genialidades, palabras y/o actitudes simplonas y populacheras como: “soy peje pero no lagarto”; “Riqui, Riquín, canallín” o hacerse a un lado para evitar que su adversario le robe la cartera; finalmente, es un distinguido miembro de la mafia del poder.
    La cantidad de televidentes en el tercer debate, bajó de manera considerable.  Los analistas profesionales, mencionan el crecimiento, en las encuestas, de uno u otro aspirante al segundo sitio.  El primero sigue inamovible.  Desde los especialistas, hasta los críticos de café se preguntan ¿Por qué no crecen los candidatos que son infinitamente superiores al que avanza en primer lugar?  Se comete el error de creer, como ya se dijo, que el discurso son sólo palabras.  No es así. El lenguaje corporal, la gesticulación, la actitud… ayudan o estorban; por ejemplo, a algunos les parece simpática la conejil sonrisa de un aspirante; otros abominan la mueca de burlona suficiencia que trae pintada en su rostro un joven güerito que se siente dueño de la verdad, del mundo; paradigma de honestidad; más popular que el mismísimo Cristo, más infalible que el Papa y más sabio que Dios.
    En este tiempo, parece haber más candidatos que electores.  Algunos logran liderazgo, otros pasan sin pena y sin gloria, a pesar de los recursos que los respaldan.  Por ejemplo, no crece lo suficiente el hombre a quien todo mundo reconoce cualidades de administrador y virtudes éticas, hasta ahora inatacables.  ¿Qué pasa?  ¿Le falta a su voz: volumen, dicción, modulación… o a él una sonrisa pizpireta?  ¿Le pesan los colores partidistas o el fantasma de la corrupción?…  Lo que ocurre es simple: hay figuras que no son atractivas para el gran público.  Su discurso no conecta; ellos no saben qué hacer con las manos ni en dónde poner los ojos; su cara es acartonada, inexpresiva.  Su piel no encuentra la máscara idónea para hacer ¡clic! y su palabra, aunque certera, es fría.  La guapura no es todo, pero ayuda.
    El riesgo del proceso electoral que vivimos es que el personaje de la máscara sonriente de hoy, mañana la cambie, aún en contra de su voluntad, por una de sangre sudor y lágrimas.

Junio, 2018.