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La risa del olvido

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Terlenka    
Dedicarse a escribir, a ser escritor, posee un grave problema: nunca dejas de estar en ello porque, principalmente, escribes cuando no escribes, y más aún cuando no quieres hacerlo.

El propósito de la autocrítica (en cualquier oficio), si se lleva a un extremo de refinamiento y severidad, es la desaparición de uno mismo: no puede haber un fin más allá de eso. Dedicarse a escribir, a ser escritor, posee un grave problema: nunca dejas de estar en ello porque, principalmente, escribes cuando no escribes, y más aún cuando no quieres hacerlo.
Y ello tiene como consecuencia la locura a secas, es decir, el desorden de tus intenciones y el vagabundeo de tu oficio. Y añado una apostilla efímera que es aún más amplia que las líneas que la preceden y le dan vida: no creo que un escritor de cepa ame la literatura (tales son, según yo, tonterías irrelevantes); tendría, en el mejor de los casos, que odiarla, considerarla una carga o una pésima elección, un destino malogrado o una esclavitud disfrazada, y no una liberación de nada; detestarla a un grado tal que sólo al pensar en ella el vómito quiera expandirse hacia la mesa y el piso (ésta es, claro, una exageración literaria que abomino apenas termino de expresarla). Ya otros escritores la amarán (a la literatura) y andarán montados en un carrusel exhibiendo su amor por las letras. Hasta yo estoy mareado.
Además de la autocrítica o examen de uno mismo, pienso también en la alegría, cuya existencia sólo parece posible cuando es falsa o incierta. La alegría real no tiene cabida en ninguna conciencia que se estime a sí misma; si uno anhela la alegría debe aprender a fingirla. Yo he aprendido a hacerlo, mas ha sido un camino sinuoso, algo agobiante. Y, hoy por hoy, si alguien me mira reír y ello le hace pensar que estoy alegre —al relacionar risa y alegría— puede tener la seguridad de que ensayo mi hipocresía. Las excepciones, las alegrías que comúnmente consideramos verdaderas me espantan, y cuando mi alegría me parece sincera me digo: “este palurdo no soy yo, no puede ser yo”. Una actitud similar tengo, por ejemplo, ante la amistad: la amistad no se espera ni se busca, sino que más bien se soporta.
Debo aclarar que no se trata, claro, el mío, de un desplante romántico en el que me exhibo ante ustedes como un ente incapaz de acceder a la felicidad, como un pesimista de azotea: no tengo, por ahora, imágenes en venta. Hace tiempo que rompí los cristales de la vitrina para escaparme al baño y nunca volví. Lo que ven en la vitrina es un vacío que uno debe saber llenar, no yo, sino el espectador de lo que no está allí dentro. Yo no puedo ser ese espectador que observa su vacío porque entonces sería un escritor místico, como Simone Weil quien llegó a escribir: “Amar la verdad significa soportar el vacío y, por consiguiente, aceptar la muerte. La verdad se halla del lado de la muerte”. Yo no podría explicar que es la verdad en nada (quizás en algunos relatos de la ciencia, pero los cuales no pueden llegar a interesarme debido a mi temperamento); no comprendo la verdad, sino el acomodo, la falsa vida, la afasia de la plenitud. En cambio, asiento cuando Weil escribe: “La muerte es lo más precioso que le ha sido dado al hombre. Por esa razón hacer un mal uso de la misma constituye una impiedad suprema. Mal morir. Mal matar”. Cuánta buena muerte desperdiciada en idioteces y crueldades militares y políticas, en asesinatos de buenas personas y en martirios de gente inocente. Qué manera de mal morir tenemos y nos imponemos los seres humanos. Y Weil sigue en tono juicioso cuando escribe: “La no violencia sólo es buena si es eficaz.” Lo afirma porque ella creía que el adversario tiene necesariamente que ser digno de nuestra no violencia; de lo contrario un pacifismo semejante no es eficaz, sino vano. Mas no quiero seguir citando a esta desordenada filósofa porque cualquier hilo que obtienes de la lectura de sus libros carece de fin y te hace enfrentar al todo, de manera que quedas no iluminado, sino algo aturdido y ciego, lo suficiente para saber si es de día o de noche y temer a ambas luces, a la blanca y a la negra. Un año después de la muerte de Weil en 1943, el crítico Edmund Wilson, incluía en un ensayo sobre el género del horror a Gogol, Melville y a Kafka. Y escribía que, al vivir en un mundo en el cual no era posible encontrar ningún asidero a la realidad ni saber si las almas estaban condenadas o salvadas, Kafka era “un maestro en el campo del horror.” Y yo creo que Weil es también una hábil cultivadora de ese campo, su misticismo y su ansiedad de llenar el vacío con el bien es aterrador; apenas lees su obra y las imágenes del Goya más terrible se instalan en tu cabeza. Pero estaba hablando de la autocrítica y de la alegría según recuerdo, y decía que la primera te lleva a la desaparición y la segunda debe ser falsa si quiere existir, pues de lo contrario sería más bien un éxtasis y una manía dolorosa e incurable. Sí, ya sé que están allí las pequeñas alegrías, los buenos momentos de la vida, pero en este escrito tales placeres están desdeñados a no ser que se finjan y se disfruten. Me alegra poder charlar con ustedes —la lectura es una charla— de estos asuntos inquietantes, acaso frívolos, para mí, pues la televisión, cuando se impone como el centro del único “pensar” y “divertir” y la “comunicación global” han arrebatado la vida a tantos seres que antes parecían reales, ya casi sólo hay sombras que eructan sombras. En fin.        
LA ALEGRÍA REAL NO TIENE CABIDA EN NINGUNA CONCIENCIA QUE SE ESTIME A SÍ MISMA; SI UNO ANHELA LA ALEGRÍA DEBE APRENDER A FINGIRLA. YO HE APRENDIDO A HACERLO, MAS HA SIDO UN CAMINO SINUOSO, ALGO AGOBIANTE.