En la primera fila de la enorme carpa, 16 rohingya llegados ayer por la mañana de los campos de refugiados de Cox’s Bazar (Bangladés) esperan sentados en sillas de plástico a que el Papa cruce el largo pasillo hasta el escenario del multitudinario acto interreligioso en Daca.
Mohamed Ayub, encogido de hombros, tocado con una gorra de béisbol y una cazadora negra, quiere hablar con él. Tiene 32 años y el Ejército de Myanmar mató a su hija este verano. Está nervioso. Cree que el Papa “es el líder del mundo” y que debería haber pronunciado el nombre de su etnia que, según la ONU, ha sido víctima de una” limpieza” étnica por parte del ejército de Myanmar.
“Somos rohingyas desde siempre. Mi madre lo era, mi abuela también”, añade a su lado Abdul Fyez, que insiste en obtener ese reconocimiento. Al cabo de una hora escuchará como Francisco, delante de 4.000 personas, le pedirá “perdón” por la indiferencia y odio del mundo. “La presencia de Dios hoy también se llama rohingya”.
De este modo, en un momento de máxima emoción, el Papa ha tratado de desactivar la polémica generada estos días al evitar pronunciar el nombre de la minoría étnica birmana durante su viaje a Myanmar.
Un contundente giro de guión, en la línea de su imprevisibilidad —nadie sabía por dónde saldría cuando improvisó durante 10 minutos su discurso delante de la delegación de rohingyas—, que ha captado la atención de todo el mundo y le ha permitido colocar su mensaje al término de la labor diplomática.
“Vuestra tragedia es muy dura y grande. […]. En nombre de los que os persiguen, que os han hecho el mal, sobre todo en nombre de la indiferencia del mundo, os pido perdón, perdón”, les dijo tras hablar detenidamente con cada uno de ellos y escuchar el relato de sus vicisitudes.