LA OCASIÓN ¿HACE AL LADRÓN?

“Yo nunca me he vendido. La principal razón es: porque nadie ha tratado de comprarme”. Confesiones de un político honesto.

“La corrupción existe en todas partes y desde tiempo inmemorable. Por lo tanto, si la corrupción se da en todas partes y en todos los tiempos, ¿Por qué se percibe más en México que en otros lugares? La respuesta es muy sencilla: impunidad”.

Las anteriores palabras ponen marco al libro La Corrupción en México, escrito por Don Roberto Blanco Moheno, en 1980. Con su estilo bravucón y claridoso, quien fuera periodista, historiador, diputado y uno de los novelistas nacionales más leídos, inició el relato bajo el título que antecede, con una anécdota que intentaré citar de memoria: Cuauhtémoc, el Caballero Águila, el Joven Abuelo, el Emperador de la Gran Tenochtitlan, después del espantoso tormento de la quema de sus pies, se convenció de que lo mejor, para evitar futuros sufrimientos, era confesar al dios blanco y barbado, el sitio donde se guardaba todo el oro y las piedras preciosas de su imperio.

Maltrecho, enfermo, vencido… el soberano mexica llamó a su intérprete de más confianza (seguramente no había mucho de donde escoger) para que tradujera el ancestral secreto. Frente al conquistador, el conquistado, con toda la dignidad que su alto rango exigía, dijo: “Malinche…” a continuación, la descripción detallada y las claves de acceso al lugar. Una a una sus palabras se registraron en la mente del intérprete, para de ahí pasar de su boca, al oído ambicioso de Hernán Cortés.

Concluido el angustioso momento, con gran parsimonia, el políglota indígena escuchó las interrogantes del brutal soldado extremeño: ¿Qué te contó? ¿Confesó? ̶ Me dijo que no te dirá nada, aunque lo mates… después, pronunció una serie de palabras que no tienen traducción al Castilla, porque son muy ofensivas… Lo demás se registra en la historia.

El héroe azteca murió en Las Hibueras; Cortés y sus huestes destruyeron la ciudad y un indígena desapareció para siempre… se dice que enriqueció de pronto y se fue para lejanas tierras. Por cierto, el autoexiliado tenía fama de entender y hablar la lengua de los invasores.

En otro contexto, un admirado amigo, profesional de las actividades policiales, a mi pregunta expresa ¿Has cometido actos de corrupción en el ejercicio de tus importantes responsabilidades? Mira, me dijo, en un alarde de sinceridad y bajo la protección del secreto profesional: te voy a contestar con otra pregunta ¿Qué harías si te llegara alguien con un portafolios repleto de dólares? y te dijera: “Jefe, le mandan esto mis patrones; el dinero es suyo; solamente le pedimos que no haya retenes determinados días, en ciertos caminos que, oportunamente, le haremos saber. He de decirle que, en caso de no aceptar, utilizaremos este mismo dinero para acabar con usted, profesional, económica, ética y hasta físicamente ¿Qué dice?”

Lo entiendo, amigo, contesté. Tú ¿Qué hiciste? Vivir, me contestó, a manera de punto final.

Hace algún tiempo, un expresidente de la república fue duramente criticado porque se atrevió a decir que la corrupción es un fenómeno cultural. En su momento opiné que la cultura es un valor y, por lo tanto, requiere de su polo opuesto, de su negación para tener existencia. La corrupción es la negación de los valores que orientan a nuestra sociedad. Los dos (positivo y negativo) se engendran en la misma realidad: una afirmación tiene sentido ante su propia negación. La luz sólo existe donde hay oscuridad.

En nuestra sociedad, por desgracia, los niños y los jóvenes admiran más a un narcotraficante o a un político ladrón, que a un policía. En realidad, no admiran lo que hace, sino lo que tiene: casas, automóviles, joyas, mujeres, dinero en la bolsa… riquezas que (bien o mal habidas) seducen a cualquiera, con independencia del monto de su fortuna: los ricos quieren ser más ricos y los pobres, salir de su precaria condición. Dentro de su circunstancia, los chavos suelen caer en el narco, el huachicol, la delincuencia organizada o… la política. En este último caso, es obvio que su motivo fundamental no es servir, sino propiciar el camino para abrir las arcas públicas y vivir de lo que hay en ellas.

Sé que mis afirmaciones pueden parecer cínicas y carentes de esperanza, pero no es así, el primer paso para solucionar un problema, es saber que existe, admitirlo con toda su crudeza, después trazar estrategias para lograr su solución. En este caso, no hay más camino que una educación de calidad, también para los profesores.

Creo que la honestidad no se da por generación espontánea, tiene que nutrirse en los hogares y en las escuelas, aunque, por desgracia, en esos sitios que debieran ser inmaculados, también se desarrolla el germen de la corrupción ¿Qué ideales puede tener un niño que vive en un ambiente de violencia o que asiste a una escuela sin maestro, porque el asignado se ocupa en las manifestaciones de la CNTE? Así no se puede.

Se dice que “de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”. Sería frustrante saber que, ante los cambios de gobierno, seguiremos viviendo en el mismo infierno, con diferentes diablos. Igualmente triste sería admitir que la corrupción como fenómeno (cultural o anticultural), sólo cambiará de manos y de nombre; transformará sus reglas para que todo siga igual.

Ante la gravedad del problema, varios sectores de la sociedad exigen la aprobación de sanciones drásticas, incluso la pena de muerte. Desde el punto de vista de las más actualizadas corrientes criminológicas, la severidad de las penas no inhibe las conductas delictivas, éstas se incrementan ante las perspectivas de impunidad. Estadísticamente es insignificante el número de delitos que, después de un proceso penal, llegan a sentencia condenatoria y a una sanción ejemplar (menos ahora que se confunde la forma con el fondo).

Los delincuentes, mientras más avanzan en su “carrera”, más seguros están de que a otros les puede llegar el castigo, pero no a ellos. Sienten que los protegen: el Santo Malverde, La Santa Muerte, o cualquier otro ángel de la impunidad. Tal vez las generaciones actuales no alcancemos a vivir en una sociedad menos corrupta. Por fieros que sean los molinos de viento, no debemos dejar que la lanza se oxide ni que el Rocinante muera de inanición. Nota.- El autor del epígrafe de la semana pasada, es Ortega y Gaset, no Ortega y Gasett.

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