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“La muerte, pasaporte a la inmortalidad”

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“La muerte, pasaporte a la inmortalidad”

FAMILIA POLÍTICA

La historia no es una sucesión lineal de hechos en el devenir de un pueblo. Este transcurso es más bien cíclico

La historia de México y del mundo está llena de ejemplos que pintan de cuerpo entero a quienes en su momento son feroces críticos sociales, voces poderosas que adquieren notoriedad, respeto y confianza de una comunidad grande o pequeña, según el caso. En una organización federalista, como la nuestra, el crecimiento lógico es de abajo hacia arriba; líderes que desde muy jóvenes comienzan a destacar en la escuela, el ejido, el territorio, la organización gremial… al ejercer notorios liderazgos que crecen progresivamente y se consolidan en torno a grupos que se posicionan en los municipios y se institucionalizan cuando hacen suya la lucha en favor de una causa sentida por la comunidad (escuela, agua, carretera, electrificación, etcétera).

En la estructura tradicional de partido casi único, el camino para crecer era de fácil elección: con el sistema o contra el sistema; así, en el momento de la selección de candidatos al gobierno municipal: presidente, síndicos y regidores; quienes decidían, debían tomar en cuenta a aquéllos que venían picando piedra contra viento y marea; cuentan con un grupo de incondicionales que los siguen de manera acrítica, a donde su voluntad indique. De esta manera se logran infiltrar en las estructuras de los partidos o de la sociedad civil, mediante procedimientos no siempre violentos, pero tampoco entreguistas; conscientes de su propia fuerza avanzan y avanzan hasta contender por cargos de creciente importancia; algunos triunfan, pero la mayoría alcanza, antes, su principio de Peter (nivel de incompetencia).

Ejemplos en nuestro entorno sobran; basta conque el lector haga un recorrido por el Hidalgo de finales del siglo pasado y principios del actual (Pepe Guadarrama, Isidro Pedraza, Benito y Margarito, Bernabé Cruz, Antonino Martínez…) Estas organizaciones, de acuerdo con sus estrategias internas, se ramifican hacia diferentes espacios y llegan a pretender posiciones de primera línea, como: diputaciones federales, senadurías e, incluso, gobiernos estatales. Su hábitat natural de crecimiento es “el partido” cualquiera que éste sea (actualmente está de moda el “sin partido”) en donde se mueven como peces en el agua, hasta que su padrino les marca el límite (techo de cristal), con lo cual llegan a decepcionarse y a decepcionar a quienes los siguieron, creyendo fielmente en sus poderes, que llegan a ser mesiánicos.

Baste decir que quienes se contemplan en este esquema de dirigencia, son siempre excelentes candidatos al cargo que desean: críticos, propositivos, agresivos, radicales… sin embargo, al llegar, sus actos políticos o de gobierno son endebles, poco consistentes, porque normalmente su preparación académica es precaria. Para ellos importa más ganar una elección, que realizar actos consistentes de gobierno; para lo primero son eficaces, lo segundo, no es lo suyo.

El ascenso y descenso de este tipo de liderazgos, generalmente es efímero, casi siempre son flores de un día, que se desvanecen rápidamente en la memoria colectiva. Los que logran mantenerse, desarrollan un elevado concepto de su persona y de su propia capacidad de convocatoria; tanto que llegan a sentirse caudillos, para quienes, en su mentalidad, no hay imposibles. Recordemos a Pancho Villa, en su entrevista con el periodista Regino Hernández Llergo, cuando decía: “A un grito de Villa, este país se incendia o se tranquiliza”.

Es histórica la fotografía de dos caudillos, el propio Villa y Emiliano Zapata, en Palacio Nacional: el primero sentado en la silla presidencial, “nomás p’a ver qué se siente”; el segundo a su lado, observándolo. Cuéntase que Zapata no quiso sentarse en la silla del águila, por considerarla de mala suerte. La pregunta es ¿Cómo le habría ido a México si alguno de esos dos personajes, o los dos, hubieran llegado a la presidencia por la vía constitucional? Está claro que lo suyo era la lucha armada, no la administración pública, mucho menos el ejercicio del gobierno con todas sus vertientes teóricas y prácticas.

En otro orden de ideas, se encuentra el caso de dos caudillos, ambos oaxaqueños, uno civil (si se admite el término), el otro, militar por definición. El primero no llegó a la Presidencia de la República por la fuerza de los votos; su circunstancia lo llevó al sitial de mando y ahí lo mantuvo por más de tres lustros. Mucho de ese tiempo lo pasó deambulando por el territorio nacional y por el sur de los Estados Unidos; es lógico que sus recorridos llevaban implícito un mensaje de campaña. La historia de Don Benito Juárez, desde la educación primaria, es ejemplo que nutre las aspiraciones y sueños de un alto porcentaje de estudiantes. Acostumbrado al poder, vivía en el Palacio Nacional y se sentía “en su casa”, acompañado de todos los elementos para gobernar, incluida una muerte oportuna. Don Benito, el Benemérito de las Américas, el autor de múltiples apotegmas como el que define la paz, como resultado del respeto al derecho ajeno. Murió en su cama, antes que la inconformidad popular (que tarde o temprano llega a los hombres de poder) lo alcanzara. Murió en plenitud de su gloria. Murió a tiempo.

No ocurrió lo mismo con “El héroe del 2 de abril”, el pundonoroso soldado que luchó contra los franceses y fue un paradigma de honor para el ejército y el pueblo de México. Entre los dos oaxaqueños, ni la historia ni los historiadores; ni la política ni los políticos, pueden decir quién fue más grande; desde mi punto de vista, ambos tienen su lugar con letras de oro; salvo que a uno se le recuerda como héroe y al otro como el villano que salió expulsado por la Revolución, a bordo del vapor alemán llamado “Ipiranga”. La diferencia, la oportunidad de la muerte. Cediendo a la tentación de especular, podemos decir que Porfirio Díaz, con sus dotes de gobernante, su honestidad a toda prueba, sería un héroe tanto o más venerado que Juárez; sólo una cosa le falló; su cita con La Parca.

En este tiempo se comprueba la tesis de que la historia no es una sucesión lineal de hechos en el devenir de un pueblo. Este transcurso es más bien cíclico; lo decía Nietzsche. México está en el clímax del dilema que aquí se plantea: gobernantes que gobiernan o políticos que están siempre en campaña para asegurar su permanencia en el poder.

Hace unos días, el pueblo de México parecía resignado a que la decisión mayoritaria en 2024, ratificaría su confianza en AMLO, sus propuestas, su grupo de seguidores… A unos cuantos días, crece la duda: un nuevo elemento sube a ring y buena parte del pueblo “jala” con ella.

¿Por primera vez en su historia, Hidalgo tendrá a una paisana en la Presidencia de la República?

Cosas veredes, Mío Cid.