La muerte: ¿dolor, o paz?

FAMILIA POLÍTICA

    •    “Lo único que nos separa de la muerte, es el tiempo”.

Marco Aurelio.

La muerte está en nuestra vida. Es cotidiana como la salida del sol, el guiño de las estrellas, la música de los cuerpos celestes… mientras más se manifiesta, menos se ve. Está ahí: en la presencia inerte de una paloma que murió de frío; en los libros de historia; en las páginas de los diarios, en la radio, en la televisión, en los cómics de la infancia, en los rastros y mataderos, en las partidas de caza… No la advertimos porque es ajena, impersonal, una mera estadística incapaz de despertar nuestra capacidad de asombro por más de un minuto.

¡Ah!, pero un día se aparece detrás de una risa compulsiva; sale de una boca desdentada y pestilente para decirnos, primero al oído y después a gritos: “¡Murió tu madre!…” Entonces, una parte del mundo se derrumba y la otra adquiere identidad: es el ángel de la muerte que está presente en la consciencia. Ahora es un ente, lo que ayer era una ficción.

Después de esa primera partida fatal, los afectos se concentran en el sobreviviente y aunque el dolor por la pérdida irreparable, no desaparece, se aprende a convivir con la ausencia, pero otro día, una vez más, la simbólica guadaña corta la cabeza de quien quedaba como sostén afectivo, paradigma de fortaleza aún dentro de sus carencias seniles, casi centenarias.

La función tiene que continuar… La vida es un teatro sin ensayo. Todos somos protagonistas y salimos a escena sin opción para repetir una actuación defectuosa: ella es la vida misma, decía Milan Kundera. Las heridas, aparentemente cicatrizan, pero no hay dolor en el alma que se compare al que causa la muerte de un ser querido. La razón y la voluntad son caminos que conducen a la resignación, a la búsqueda de un objetivo para la vida, aunque sepamos que no lo tiene (el único sentido de la existencia, es vivir: no hay destino, todo es camino…). El futuro se acerca, tiene fecha de caducidad, aunque nadie la conoce; mientras vive, el pasado no muere. Un día, distintos ayeres se revelan y se rebelan; algunos se fueron sin pena y sin gloria; pero otros pasaron con gloria y sin pena; efímeros pretéritos que, en presente, nos hicieron exclamar como Goethe: “¡Detente, momento… eres tan bello!”. Por eso afirmaba Dante Alighieri: “Nada es más doloroso que recordar los momentos de triunfo en épocas de adversidad”; sin embargo, la desgracia se valora más en el éxito. Después de todo, ¿quién nos quita lo vivido?

Seguramente todos los seres humanos, aún los perdedores crónicos, guardan en el subconsciente o en el inconsciente, alguna reminiscencia por la cual su vida haya valido la pena.

Cuando el final se aproxima, sabemos que la muerte tiene permiso. Deja señales a su paso; se lleva a conocidos y hasta a parientes cuya cercanía afectiva no es tanta; pero de pronto ¡Zas!: alguien utiliza las redes o el teléfono para decir, así, sin más: “Falleció Don Carlos Sosa, el Gran Viejo”. Yo creí que no moriría jamás porque encarnaba a una especie en extinción: “Los Caciques”. Por desgracia no le alcanzó la protección del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Hombre íntegro, a su manera. Viejo Querido… Su ausencia duele.

Otro día, la historia se repitió: “Murió tu compadre, el Profesor Roberto Meza”, me dijo una voz sin imagen detrás de un mensaje por celular. ¡Mi compadre…! El amigo querido, el hermano que elegí algún tiempo para compartir sueños de adolescencia. Compañero en cuestiones de Oratoria, Poesía y Literatura en general. Anarquista y megalómano por naturaleza, a nadie le permitía siquiera competir con él. Juvenilmente inseparables, un día cada quien tomó su camino, por cuestiones humanamente irreconciliables.

Ésta no es una claudicación. Por mi parte no hay perdón, porque no hay agravio, o ya se me olvidó. ¡Descansa en paz, hermano querido!

Siempre he creído que educar es un acto de amor. Mi madre, desde su seno sembró en mí las primeras letras: el germen de mi poesía (buena o mala).  Hasta su muerte, me llenó de consejos y me enseñó a enseñar. Muchos discípulos han pasado por mi vida; algunos son auténticos triunfadores; otros bohemios o sensitivos en los campos de la Oratoria, la Poesía, la Declamación… Uno de ellos fue el recientemente fallecido Pedro Hernández Sánchez (Piedrín), hijo natural de un familiar cercano. Siempre me vio con filial afecto; soportó mis enérgicos regaños cuando lo miraba equivocar la senda. Se fue con el sonido de su poesía, dentro de su voz clara y bien modulada. Si existe un más allá; si hay en otras dimensiones la posibilidad de un descanso eterno, espero que Piedrín esté disfrutando de él.

Si la verdadera muerte es el olvido, no hay necesidad de que se extingan las funciones vitales en un organismo para declararla ¿De cuántos seres, un día queridos, nos olvidamos en los ciclos del tiempo? ¿Cuántas veces recordamos que alguien estaba vivo, solamente cuando recibimos su esquela o leemos su nombre en los obituarios? Mis palabras no entrañan reproche; dentro de “los raros” de que hablaba Rubén Darío, hay quienes ocultan su cariño en una nube de voluntaria ausencia.

Hace muchos años, siendo Director del CECyT en Actopan y miembro del Sistema Nacional de Directores, conocí a valiosos personajes en esta rama de la educación. Llamó mi atención uno de ellos: Eduardo Árrington Martínez; Doctor en Biología egresado del IPN, con posgrados en sendas universidades de Francia y el Reino Unido; además de elevadas experiencias docentes en diferentes instancias de la UNESCO. Cultivamos una muy fuerte amistad nutrida por los lazos de mi admiración a su cultura, amplio dominio de los idiomas inglés y francés, así como a su visión internacionalista de las disciplinas didácticas. Después, nos separamos por cuestiones profesionales, casi en la muerte del olvido. Por conocer su perfil, siempre imaginé verlo alguna vez en importantes sitiales de la Secretaría de Educación Pública o como triunfador empresario.

Muchos años después, inesperadamente llegó a mi oficina de la Subsecretaría de Seguridad Pública estatal y sin más, me dijo: “Ayúdame; estoy sobreviviendo sólo con mi pensión del ISSSTE, mi situación es muy difícil”. Por su elevado perfil profesional, logré colocarlo como director de área en la Academia de Policía, en donde permaneció más de dos sexenios. Siempre me decía: “No esperes de mí invitaciones constantes que te atosiguen; no es mi estilo. Que te baste saber que mi gratitud está siempre contigo”. Recibí el año con la noticia de su muerte; sin más contacto que las notas siempre inteligentes que me enviaba por las redes. Me enteré tres días después de su deceso y me dolió el alma.

Corroboré, una vez más, lo ingrata que suele ser la vida para los hombres valiosos; con intachable sentido de la ética; socrática congruencia entre el pensar, el decir y el hacer. Murió con dos doctorados en Europa, la conciencia limpia y los bolsillos vacíos. Descansa en paz, Eduardo: mi amigo, a quien casi maté de olvido.

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