La muerte

La muerte

El Faro 

En esta semana, principalmente, y en días anteriores, todo México ha girado en torno al Día de Muertos. Esta tradición, más afincada en unos lugares que en otros, se extiende de generación en generación por toda la geografía mexicana. Aunque la atención a esta fiesta está tan extendida, no se entiende ni se vive de la misma manera. En todo México conviven diferentes maneras o niveles de entendimiento de esta festividad.

Quizá el nivel más superficial es el que se centra en lo económico y material. Las calles, las casas, las instituciones se adornan. Los niños y los no tan niños, se pintan los rostros de calaca. En varias ciudades se ofrece el desfile de catrinas como evento principal. Se compra pan de muerto, se piden dulces por las casas para los niños, se visitan los panteones que en algunos casos se han convertido en lugar de representaciones teatrales más o menos terroríficas. Todo esto, entre otras cosas, se centran en el dinero, aunque acompañan las fiestas de muertos.

Un nivel superior es el que se manifiesta de diferentes formas como tradición generacional e histórica. Los altares de muertos públicos son las principales representaciones de este nivel. En ellos se recuerdan personajes históricos relevantes, por ejemplo. Aunque de fondo no haya creencia religiosa o de otro tipo, sí se aprovechan estos días para el recuerdo. Los altares son recuerdos.

Otro nivel, quizá más profundo, es el que es capaz de aunar los anteriores, poniéndolos al servicio de la fe. La creencia en la vida más allá de la muerte que posibilita el contacto entre vivos y muertos es el fundamento más complejo de estas fiestas. No se trata solamente de recuerdo, no se trata solamente de tradición familiar, no se trata de hacer un gasto para poner el altar. Todo ello y más se pone a disposición de la convivencia con los seres queridos que ya han muerto y que de una manera especial siguen con nosotros. Sea una fe prehispánica o cristiana, fija la creencia de que la muerte no es el final del camino. Y en el camino estamos tanto los vivos como los que ya murieron.

Todos estos fenómenos pueden observarse conviviendo. Pero quizá se pueda añadir algo más. Todo lo descrito hasta ahora tiene la finalidad de suavizar la separación de los seres queridos. Es una manera de sentirlos realmente cerca, con nosotros. Según cuentan las tradiciones, los Xoloitzcuintles eran los perros encargados de guiar a los muertos en su camino. En redes puede verse el video de un perro callejero, sin dueño ni misión, que trota con una cabeza humana en la boca. Partes de un cuerpo estaban tiradas en la banqueta. El perro no guía al muerto, se alimenta del muerto.

Aquí está el añadido. Por desgracia, a esta tradición centrada en sentir cerca a los seres queridos, se le suma desde hace ya demasiados años la crueldad y el horror de tenerlos trozados y en paraderos desconocidos. Los animales que simbolizan a la naturaleza abrigadora se convierten por el horror en parte de la crueldad. Estos muertos descuartizados, ni rito de defunción, ni fotografía, ni altar, ni pan de muerto, ni cuerpo, ni recuerdo. Todo acallado por el miedo, el temor y el terror.

Quizá hasta la propia muerte aparta la mirada vacía de su calaca, cansada de tanta sangre y dolor. El que confirme la condición del ser humano de llegar al final, no implica que sea de una manera tan horrible. No hay películas de terror que alcancen a la realidad de estas muertes. 

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