Desde hacía algún tiempo Melquíades hablaba a sus conocidos de “la moneda”, una joya valiosísima guardada celosamente en su ropero. Su mujer, ya también anciana y enferma asentía — ¡Sí, vaya que es valiosa!
Faltaba ya de todo en su pequeño departamento, desde que Melquíades dejó de vender ropa en abonos por su enfermedad que lo aquejaba, pero la esperanza seguía siendo “la moneda”.
La situación empeoraba día a día. Aunque poco comía la pareja, el dinero se fue acabando. Melisa, su mujer delgada, cada vez más delgada, era atacada por un mal indescifrable por lo que su piel se hizo amarillenta y después ya no pudo caminar ni para ir al mercado.
Si no hubiera sido porque una tarde, una vecina se asomó y los vio allí tirados en la cama desvencijada del cuarto y casi muriendo, de verdad habrían muerto.
La vecina les llevó frijoles y tortillas y llamó por teléfono a un hermano de Melquíades.
A los dos se los llevó el hermano de Melquíades, pero antes éste sacó del ropero “la moneda” guardada en una pequeña cajita, la cual metió con sumo cuidado en la bolsa de su pantalón.
El cuarto se cerró, tal vez para siempre; el mismo cuarto donde Melquíades y Melisa habían realizado su amor desde hacía muchísimos años, sin que el cielo les mandara nunca un hijo.
El futuro de ambos no era más que el presente cruel de enfermedad y pobreza. Ella fue conducida con un familiar aparentemente aquejada de cáncer. Él, ya casi ciego por las cataratas, se quedó a vivir con su hermano.
Hacía por lo menos seis años que padecía de cataratas que lo dejó prácticamente ciego. Al principio nubes blancas comenzaron a difuminar las figuras de la gente, de las cosas, pero después casi ya no distinguía nada; pero como Melisa le llevaba de comer y en realidad le hacía todo, pudieron seguir adelante.
Él prácticamente dejó de trabajar. De vez en cuando vendía alguna ropa que iban a comprarle sus antiguos clientes. Sin embargo, contaban con algún dinero que, según Melquíades, era para cuando lo necesitaran con mucha urgencia, porque sin ser mucha la cantidad, les serviría para “partir de esta vida con dignidad”.
Y entonces había surgido la luz, la oportunidad. El “Tequila”, un muchacho de la colonia dedicado al nada honroso oficio de ratero subió un día al cuarto de los viejos y le ofreció a Melquíades una moneda de oro recubierta de brillantes. Le dijo que la joya incrementaría su valor con el tiempo, porque el oro y los brillantes nunca se devalúan. Le dijo que sería suya por sólo cinco mil pesos. Melquíades vio los destellos de la moneda y se emocionó. Llamó a Melisa para que la viera. La mujer, ya también con graves deficiencias de la vista, la medio vio y estuvo de acuerdo con su marido en comprarla aunque se fueran casi todos sus ahorros.
Así, la transacción quedó hecha.
Ahora, al cabo del tiempo y cuando ya no tenían nada, era el momento de venderla, no quedaba otra, y vivir los últimos años o meses de su vida con el producto de la venta de esa moneda, guardada por varios años en la cajita.
Llamó pues Melquíades a su hermano y le dijo: — Hermano, ve por Melisa por favor. Sí, no importa, aunque sea en ocho días, cuando tengas tiempo. Y gracias por ayudarnos pero nosotros tenemos dinero suficiente para vivir juntos nuestros últimos años.
El hermano cumplió su petición, y en pleno día, en el patio de la casa donde tenían su cuarto que alquilaron durante muchos años, un domingo casi a mediodía, Melquíades y Melisa se volvieron a abrazar y lloraron por la felicidad de estar juntos.
De la bolsa de su chamarra gris, Melquíades sacó la cajita roja donde estaba “la moneda”, aquella misma que le había vendido hacía tiempo el “Tequila”. Y ante la mirada expectante de su hermano, su esposa y los sobrinos, abrió la cajita y apareció la moneda, grande, antigua, de esos pesos de antes con la efigie de Morelos, mal pintada de dorado y con diamantina pegada en los bordes, brillando falsamente ante el potente reflector del sol.