La impaciencia de un niño

Pido la palabra 

Tener doce años es sentir que la niñez se nos escapa, de hecho deseamos que así sea; nos despierta esa curiosidad por la adolescencia que empieza a llegar, nuevos rastros de lo que en un futuro no lejano nos espera, huellas que físicamente nos marcarán para toda la vida; nos estamos convirtiendo en hombres o mujeres; adultos jóvenes con la impaciencia de dejar atrás la mocedad que ante los amigos nos avergüenza; sentir que hemos entrado a ese mundo de los que todo lo saben y todo lo resuelven; la entrada al cosmos que en aquel entonces creíamos era la llave de una libertad ilimitada, hoy sabemos que esa llave solo abrió la puerta de la incertidumbre permanente que nos obliga a echar para adelante, incluso algunos por encima de su propia conciencia, si es que algo queda de ella.

Maravilloso sueño infantil al que no me atrevería despertar; los Reyes Magos hace años que se fueron, y como quisiera que para los niños hubiera existido por siempre; pero no, ahora es Caronte el encargado de llevarlos a las sombras de la realidad.

La candidez de la niñez paulatinamente se va desvaneciendo, pues desde que son pequeños nos hemos esforzado en echarles a perder su mundo de gloria; su alharaca de juegos inocentes se  han convertido en una oda a la violencia, gozar con la muerte hoy tan común en los juegos de video, atropellar transeúntes para ganar puntos, y con esos puntos comprar armas para convertirnos en francotiradores en el clímax de la irreflexión que poco a poco se va quedado en su mente; las rondas infantiles ya son parte de una historia que no es contada en ningún libro, el “declaro la guerra en contra de…” se ha convertido en noticia de una realidad que nada tiene de virtual.

La impaciencia de un niño es cien por ciento nuestra responsabilidad como adultos; por darles todo, hemos terminado por quitarles todo; nuestro tiempo se los hemos negado, su tiempo lo hemos acelerado, el niño ha despertado a la vida que nosotros le hemos destruido, sus valores los estamos reinventando con la fría tecnología de la indiferencia, y así somos felices porque nos libera de la carga momentánea de ser guía de ellos, cuando a veces no somos ni siquiera guía de nosotros mismos.

Doce años en donde les hemos pintado un universo cibernético, mundo de celulares en torno a una mesa familiar en donde cada soldado raso se ha convertido en su propio capitán, pláticas de sobremesa a través del whatsApp, distancias insuperables de medio metro; la comunicación directa de persona a persona no se las enseñamos a nuestros niños.

Para recuperar nuestro futuro tenemos que pelear con nuestro pasado, reconocer lo que hemos dejado de hacer y empezar a corregirlo antes que esos doce años se nos conviertan en una juventud resquebrajada, el futuro derruido podemos replantearnos si hacemos a un lado la apatía de nuestra época, mucha falta que hace la mano dura, pero también la mano que guía.

Platiquemos con esas nuevas generaciones que recién están saliendo de ese cascarón de los doce años, pues de otra forma, mañana nos arrepentiremos al ver que nuestra obra se convirtió solo en un esclavo más de nuestra inconsciencia.

Las palabras se las lleva el viento, pero mi pensamiento escrito está.

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