Epidemia de tristeza
Doce jóvenes de un poblado dejaron de existir. En una comunidad lleno de carencias, donde las posibilidades de morir por una enfermedad o por la delincuencia son muy altos, doce hombres en edad escolar fueron encontrados sin vida en circunstancias muy extrañas: ninguno tenía señal de haber sido asesinados, o que hayan sufrido una enfermedad grave.
Haciendo investigación en el lugar de los hechos, uno de los vecinos, Don Arturo, me comentaba que este poblado, alejado a una hora de la capital, me decía que este poblado sufría mucha violencia derivado de la actividad de diversas pandillas, lo que prácticamente hacia que el pueblo dependiera más de las remesas enviadas desde el extranjero que de actividades económicas usuales.
Sin embargo, lo que me dejó con más preguntas que respuestas fue la declaración que me hizo.
-¿En serio no hay actividad delictiva desde hace cinco meses?
-Se lo juro, joven –dijo aquel hombre de sombrero y piel curtida por el sol-. Desde lo que pasó con lo del virus ese, los malandros ya no se han aparecido. Pa’ mí que también se los cargó la chingada.
-¿Y el resto de los vecinos?
-No hemos salido de nuestras casas. Vinieron los de salubridad según para advertirnos, pero con tanto tiempo debemos de buscar el pan para nuestras familias.
Después de relatarme la difícil vida en la que sobreviven, aquel hombre me dio indicaciones sobre las familias afectadas por la muerte de los doce, pero me advirtió que no era sencillo contactarlos, por ser gente un tanto desconfiada.
De las doce familias afectadas, solo una accedió a darme un poco más de información, esto también gracias a la intervención del delegado del poblado. Una señora avanzada en sus años, con los ojos enrojecidos y rotos por el llanto, comenzó a platicarme su historia.
-Mi Ubaldo era un muchacho bien ejemplar. Siempre fue muy bueno con su familia, nunca nos faltó al respeto. Apenas estudiaba la prepa en una escuela cercana al pueblo, y me decía que algún día iba a ser maestro.
-Así que, ¿nunca se metió en problemas, verdad? –quise corroborar.
-Sí, joven. Tenía hartos amigos, y entre todos se ayudaban a estudiar. En fin… mi muchacho me daba mucho orgullo.
-Y entonces, ¿cómo fue que un chico tan joven le haya pasado lo que le pasó? –traté de entrar a la raíz del problema.
-Pues… -tomó un respiro antes de continuar-. No lo sé, siento que lo del virus ese nos vino a joder a todos…
-Entonces su hijo pudo hacer algo que puso en riesgo su salud…
-No, joven… -inmediatamente me corrigió. Nunca salimos de la casa. Y aunque al inicio estaba bien, con el paso del tiempo comenzó a cambiar. Se encerraba en su habitación, ya casi ni comía… ¡Si tan solo me hubiera dicho lo que le pasaba!
La señora comenzó a sollozar. Dejé de preguntar por un instante, y en cuanto se calmó le lancé, quizá, la pregunta más determinante.
-¿Usa algún medicamento, o cuenta con alguno que sea fuerte?
La mujer se levantó para dirigirse hacia su habitación, y cuando regresó, trajo consigo una caja mediana. De ella, cientos de blisters de pastillas cayeron a la mesa.
-Oiga, me hacen falta pastillas aquí…
Observé atentamente una de las cajas. Rivotril, un ansiolítico que ocupaba ella para poder dormir. Y entonces me di cuenta que lo del chico y los otros 11 no era algo accidental: todos padecían depresión por el aislamiento, y habían cometido un suicidio colectivo.