Cráteres
Aquel día aparecieron dos soles sobre el cielo, luego un estruendo, y al final una nube de polvo y humo sobre la atmósfera. Después de eso, un silencio sepulcral invadió el espacio, y con ella una marejada de incertidumbre, mucho más densa que el humo, anunciando que lo peor acababa de iniciar.
Las personas que se encontraban en aquel lugar salieron de sus resguardos para ver lo que había sucedido. Muchas de ellas se apoyaban uno con el otro, con serias lesiones de consideración; otras estaban cubiertas de polvo de pies a cabeza, y otros más sólo tenían algunas marcas sobre sus brazos, apenas ilesos ante tal magnitud.
El llanto y la desesperación comenzaban a invadir cada uno de los cuerpos: desesperación de saber lo que pasaba, de impotencia de haber evitado la catástrofe, de sentir un dolor más fuerte, quizá imposible de describir. El ambiente parecía sacado de alguna película con tintes dantescos.
A medida que el sol se movía de su cenit, la nube de polvo y humo comenzaban a dispersarse, dejando paso a un paisaje dramático: en donde antes habían árboles, casas, muchas personas hablando, ahora no había más que escombros, polvo, sangre, dolor y llamaradas sobre los restos de lo que era un almacén, quizá el edificio más afectado de todos.
La curiosidad de algunos sobrevivientes hizo que dejaran a un lado a sus familias rotas, y se adentraran a la zona cero, donde todo había ocurrido. Y sin tomar en cuenta alguna consideración de seguridad, se dispusieron a recorrer aquella zona, sin importar que había un riesgo latente de un nuevo cataclismo.
Los ojos incrédulos de aquellas personas no daban crédito a lo que estaban observando: en el horizonte, justo donde está el mar, había un hueco del tamaño de un estadio de futbol, con la profundidad equivalente de un lago artificial. Una nube de dudas sin responder eclipsó el sol en ese momento.