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LA GENTE CUENTA

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El último partido 

-Oye, amor, me gustó aquel raquetazo que diste para ganar el juego

En medio de la selva de concreto, un automóvil color rojo circulaba a una velocidad moderada, y dentro de aquel vehículo, Sergio adulaba la forma de jugar de su esposa, Liz. A pesar de que el sol estaba a plomo, y sus cuerpos estaban impregnados de sudor, había buen ánimo. 

-Bueno, precisamente no soy una tenista profesional como tú, pero tengo al mejor profesor en casa –ella devolvió el gesto. 

El viaje de regreso a casa se veía interrumpido por las largas filas frente a los semáforos, a pesar de que era un sábado cualquiera, donde se esperaba, al menos, que no hubiera afluencia. 

-¿Sabes? –Sergio le tomaba la mano a Liz, mientras que con la otra sujetaba el volante-, yo creo que deberíamos invitarlos a jugar otra vez. Ya sabes, darles la revancha. 

La joven mujer observa el horizonte, meditabunda.

-No estaría mal –responde finalmente Liz-. Sobre todo porque creo que no tomaron la derrota bastante bien. Quizás en el próximo partido saquen lo mejor de ellos. 

La fila de automóviles comienza a moverse de nuevo, y el de aquella pareja sortea a cada uno de ellos, esta vez usando una velocidad más alta, pero sin cruzar el límite permitido. 

-Amor –toma la palabra ella-: mamá me mandó mensaje hace rato, y quiere que vayamos a verla. Al parecer quiere hacer algún tipo de reunión… 

Sergio mira de reojo a su esposa por unos segundos, luego vuelve a fijar la vista hacia el parabrisas. 

-Les dijiste… -alcanzó a decir él 

-Amor, ya sabes que no me gusta ocultar nada. Sería la oportunidad perfecta de anunciarle a nuestra familia que tú y yo estamos esperando un hijo. 

Aunque Sergio emitió un pequeño mohín de desaprobación, aquel argumento le hizo cambiar de opinión. 

-Tienes razón, mi amor. Creo que es lo mejor que podemos decirles ahora, y creo que es el mejor momento. 

Un nuevo semáforo en alto los hizo detenerse, esta vez al frente del paso peatonal, permitiendo que Sergio bese tiernamente a Liz por un instante. 

Un estruendo interrumpió aquella muestra de cariño: una camioneta negra que viajaba a toda velocidad sobre la avenida se detuvo al costado de ellos. Aquellos vidrios polarizados comenzaron a bajarse, mientras que Sergio sostenía firmemente el volante y la palanca de velocidades. La luz roja del semáforo aún se reflejaba frente a sus ojos.