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La frontera real desmiente a Trump

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Francisca Guevara tiene seis meses de edad y lleva cinco viajando en brazos de su madre. Juntas salieron de Copán, Honduras, y caminaron hasta cruzar el Río Grande entre Tamaulipas y Texas el pasado miércoles. La bebé tiene rozaduras rojas por el cuello y la espalda que según su madre, Lilia Guevara, son por el calor y la humedad.

Coincidieron en el río con otras 22 personas, 10 de ellas niños. Cruzaron en una lancha y la Patrulla Fronteriza de EU los detectó antes de que salieran de la orilla. Los agentes estaban aún tomándoles los datos cuando apareció otro grupo de más de 20 personas, la mitad niños. Una madre se desmayó delante de los agentes porque llevaba dos días sin comer. El día anterior, por el mismo sitio habían pasado 200 inmigrantes. Así es un día normal, en el sur de Texas.

“A esto no le llamo aprehensiones, lo llamo rescates”. Manuel Padilla, jefe de la policía de fronteras del sector de Río Grande, se refiere así a estas personas. No como una amenaza para la seguridad del país, sino como una emergencia humanitaria que hay que atender. Ellos son el mayor desafío que enfrenta la frontera de EU con México.

Donald Trump ha construido una campaña de la nada con el discurso de que la frontera sur está fuera de control y hace falta un muro para contener una avalancha de criminales (“traen drogas, traen crimen, son violadores” dijo en sus primeros 10 minutos de campaña).

Va a construir un muro, asegura, que sellará la frontera con México. Mandos y agentes de la Patrulla Fronteriza tienen un cuidado exquisito de no hacer comentarios políticos. Pero muestran cómo en la frontera ya hay muros en las zonas urbanas por las que se podría pasar andando, tecnología militar de vigilancia en el resto y más de 17.000 agentes sobre el terreno. El mayor desafío al que se enfrentan es gestionar la llegada de estas familias desesperadas, y hasta eso, insisten, está bajo control.

En 2014 fueron detenidos 63.000 niños solos en la frontera, 46.000 de ellos en el sector de Río Grande. McAllen se convirtió en la zona cero de la inmigración irregular en Estados Unidos y en el foco de un fenómeno nuevo para el que no había protocolos ni infraestructura.