La eternidad de la constancia

La eternidad de la constancia

LAGUNA DE VOCES

Hace muchos años, el día del padre, mis hijos me regalaron un telescopio para que pudiera mirar las estrellas, y en una de esas, a mis congéneres; porque desde pequeños les he asegurado que soy marciano. Ser marciano en estas épocas es afirmar que se viene del espacio, de una galaxia lejana o, para que se entienda mejor, extraterrestre. El asunto es que no de Marte, sino simple y sencillamente del cielo y más arriba.

Igual que en el pueblo cuando niño mi hermano mayor, procedí a usarlo el primer día para después guardarlo en su caja y los lentes en sus estuches de plástico. Digo igual que mi hermano, porque la costumbre era que en día de Reyes, solo un rato estrenaran sus juguetes, y después eran colocados en la repisa más alta, a fin de que estuvieran a buen resguardo y no se gastaran. Pasados los años algún pariente los bajaba, pero el que con ilusión había pedido un carrito ya no estaba porque había ido a estudiar a otra parte, de tal modo que siempre un desconocido que ni carta había hecho, era el beneficiado.

Sin embargo, al dejar la costumbre de no mirar el cielo, alcé la vista y ahí estaba la luna, una estrella y seguro un planeta colorado. Entré a la casa, saqué el telescopio ayudado siempre por mi nieta -que puede dar testimonio de que efectivamente soy marciano-, y lo tuve listo en cosa de diez minutos.

Luego de batallar con un lente que no era el indicado, finalmente ahí estaba, una pelota blanca, y toda la familia lista para ver de cerca y admirarse con el satélite que todos los días nos acompaña, acusado de tristezas, desamores y otros asuntos propios del corazón.

Valentina, mi nieta, quien había participado como única y leal ayudante para el armado y direccionamiento del aparato, que trae a la palma de la mano lo que está lejos, quedó relegada en el barullo por ver primero, y está claro que con absoluta dignidad y enojo ya no quiso participar en la velada astronómica.

Así que tuvo que llenarse el cielo de nubes, despejarse de nuevo, y repetirse toda esta escenografía para que finalmente accediera a ver el cielo, y sorprenderse  de que todo pareciera tan tranquilo, sin problemas, sereno en la luna lunera cascabelera.

Ya de buenas me preguntaría si yo venía de ese pedazo resplandeciente del cielo, y he de confesar tuve que aclararle que no, que mi planeta natal está mucho más lejos, tanto que un telescopio casero difícilmente lo puede ver.

Pasada una o dos horas, con el frío propio de Pachuca, decidimos dar por terminado el trabajo astronómico, amén de que lo nublado impedía ver nada.

Sin embargo, no guardé el telescopio en su caja y los lentes en sus estuches de plástico. Se quedó en la sala, armado de pies a cabeza, para cualquier noche volver a saludar a la luna; comprobar, de vez en vez, que no ha sido invadida por terrícolas enfermos de poder, o simplemente que está ahí, que con todo y lo que somos los habitantes de este planeta, visitantes o residentes, nos tiene cariño y no se ha ido.

Eso, saber que a veces escondida o un tanto huraña, pero en su lugar, da la esperanza de la constancia, de la permanencia, de lo duradero en una Tierra que nos acostumbra a todo lo contrario, es decir a lo efímero, a lo que pasa, o lo que el cantante español Ismael Serrano decía, a que “el amor es eterno mientras dura”.

Asunto de aprender costumbres extraterrestres, donde todo es eterno, hasta el tiempo.

Por cierto, ya es agosto. ¡Feliz segunda parte del 2023!

Mil gracias, hasta mañana.

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