El ser interno, el alma —espíritu para algunos—, las emociones y los deseos son uno de los motores del ser humano. El otro es el cuerpo: piernas, ojos, dedos, boca. El primero, el yo amoroso o triste, surge y habla cuando algún suceso, alegría, viudez o maternidad aflora, y mueve y pregunta. No siempre se es consciente de ese mundo tan personal donde el alma dicta y las emociones o deseos construyen o derruyen.
Del cuerpo siempre sabemos: una basura en el ojo, una caminata de diez kilómetros, un sabor desconocido son sucesos cuya existencia depende de ojos, piernas, papilas gustativas. Cuando irrumpe la enfermedad, el alma aflora y se inquieta mientras que el cuerpo sufre uno o varios descalabros. Dependiendo de la gravedad y de las armas del afectado, de su historia, de sus amores y desamores, de sus logros y sus pendientes, la enfermedad cuestiona; comenzar a vivir arropado por verdades ocultas, o apocarse y ensimismarse, son legados de la enfermedad, ora positivos —amar, desprenderse, ser resiliente—, otras veces negativos —depresión, culpabilidad—. Arrancarse la vida es el clímax de penurias no resueltas.
La enfermedad suma: alma y cuerpo hablan el mismo idioma. La enfermedad inquieta: hay quienes aprovechan sus lecciones y escriben, “no hay alegrías sin tristezas”; otros caen en el abismo y nunca regresan, “me aplastó la vida”. Algunos preguntan: “¿Dónde está ese yo que ahora no está?”, y otros construyen pequeños relatos, encomiables ideas, acerca de sus males, los cuales leo, reescribo, y acomodo: “Hay que caminar mucho antes de marchar”, decía un joven tras conocer el nombre de su enfermedad, después de preguntar si era mortal a corto plazo.
Cuando la patología amenaza la vida, el alma penetra otros rincones: “Reflexionar en lo que ya es imposible vivir, escribir lo que se ha vivido. Mañana es nunca: regresar al ayer cercano y compartirlo con los seres cercanos servirá para decir adiós con menos dolor y cerrar, con los míos, el calendario”, fue el último diálogo, con palabras vivas y escritas, con un viejo amigo y paciente.
La enfermedad descubre espacios ocultos, recovecos mudos, moradas desconocidas. Eso le sucedió a Franz Kafka y eso le pasa a muchas personas cuando la muerte se asoma: esconderse es erróneo, dialogar con ella es adecuado. Para Kafka, la tuberculosis, una de sus enfermedades, le permitió retirarse de sus agobios —horarios, algunos miembros de su familia, jefes e incluso del amor—. En otras palabras, la tuberculosis le permitió, en 1917, desprenderse de algunas obligaciones. Cuando la enfermedad le fue diagnosticada, se trasladó a casa de su hermana Ottla, en Zürau. Ahí encontraría paz, silencio, y tiempo para escribir.
Nunca es bienvenida la enfermedad. Hay quienes como Kafka se refugian en ella y avizoran sucesos inexistentes para la mayoría, y otros, hacen de ella escuela: “soy un escéptico esperanzado”.
Notas insomnes. Iniciar un diálogo otrora desconocido entre alma y cuerpo es legado de la enfermedad.