La costumbre de perder

FAMILIA POLÍTICA
Los mexicanos, dice Aguilar, preferimos a los seres violentos y nos gustan los derrotados. La posteridad histórica tiende a venerar a los héroes caídos, a mirar con recelo a los triunfadores. Los mártires soñadores son padres de la patria y los pragmáticos que consumaron los triunfos, como Agustín de Iturbide, son grandes villanos.

“Las leyes están escritas en arena,
las costumbres en granito”.
Platón.

Héctor Aguilar Camín, prolífico historiador y novelista quintanarroense, acaba de publicar un libro que se titula “Nocturno de la Democracia Mexicana”: conjunto de pequeños ensayos en relación con ese tema, eternamente de moda. Aunque no siempre estoy de acuerdo con sus tesis, reconozco que no se pueden ignorar.
    En este contexto, la parte I “La costumbre política mexicana”, me parece claro ejemplo provocador de un intelectual a su público. De acuerdo con el epígrafe, que reproduzco en este artículo, nuestra memoria, como mexicanos, hace que la historia esté en nosotros o en ninguna otra parte. “No está en los libros que codifican el pasado, a menos que los hagamos nuestros… tampoco está en los templos, los museos, edificios mudos de nuestras ciudades, a menos que los hagamos hablar…”
Hay, dice Aguilar, la historia que pasó, materia de historiadores y la historia que sigue pasando; la que está en nosotros, en nuestras costumbres; las que parecen estar siempre ahí, pero que surgen de su propia historia; lo que Braudel llamó la “Historia de larga duración”: cambios lentos y profundos que van más allá de las fechas conmemorativas, que trascienden a los gobiernos y a las batallas…
México es un país proclive a esta duración, obedece a su propio dinamismo. Sus costumbres cambian paulatinamente; las mueve el tributo al pasado, más que la ansiedad por el futuro; las soluciones de otros tiempos suelen convertirse en obstáculos para enfrentar el presente y el porvenir. La nación recuerda demasiado, pero recuerda mal, por eso se convierte en prisionera de sus propios ayeres.
En el centro temático, comenta la tendencia de nuestros libros de historia a glorificar la rebelión, más que el acuerdo; la violencia más que la política; a construir monumentos para los héroes derrotados… Somos un pueblo víctima de sus triunfadores, porque no sabemos encumbrar a quien verdaderamente lo merece. En esta lectura recordé la célebre reflexión de Don Nemesio García Naranjo: “Dios salve a México de sus salvadores”.
Los perdedores están no sólo en nuestro recuerdo, sino en la vida cotidiana, en la costumbre… Cuauhtémoc (El Águila que Cae), es un héroe guerrero perdedor; los padres de la Patria, Hidalgo y Morelos, son dos curas insurgentes perdedores; Juárez triunfó en la guerra civil y evitó convertirse en perdedor de su propia historia, gracias al determinismo biográfico que lo obligó a morir a tiempo.
Zapata y Villa viven en la memoria de la Revolución, como imágenes románticas cercanas al pueblo, que tal vez no los comprende, pero los ama; en su tiempo fueron llamados rebeldes, antipatriotas, irresponsables, criminales, infidentes, robavacas… pero después (ahora), son la justificación del patriotismo nacional; de la violenta mexicanidad cuya costumbre institucionaliza su veneración y su martirio.
Los mexicanos, dice Aguilar, preferimos a los seres violentos y nos gustan los derrotados. La posteridad histórica tiende a venerar a los héroes caídos, a mirar con recelo a los triunfadores. Los mártires soñadores son padres de la patria y los pragmáticos que consumaron los triunfos, como Agustín de Iturbide, son grandes villanos.
En el mismo sentido, tienen más cartel en la aceptación popular, el apóstol Madero, el agrarista Zapata y la vorágine plebeya de Villa, que la visión política de Obregón, el sentido estadista de Carranza o la perspectiva institucional de Calles.
“A contrario sensu” de las tendencias universales, parece ser que en México la historia no fue escrita por los triunfadores; que no ganaron los buenos sino los malos; no el heroico Cuauhtémoc, sino el odiado Hernán, no los hijos del pueblo, Miliano y Pancho, sino los conservadores oportunistas Obregón y Calles (hoy los etiquetarían como fifíes).
En ese enfoque de victimización y resentimiento se engendra nuestro nacionalismo: línea fundadora del “yo” y el “nosotros”, como opuestos al “tú” y al “ellos”; recuerda lo que otros nos hicieron injustamente y lo que heroicamente les hicimos a otros. Victimar o ser víctimas, es la disyuntiva que nos da pertenencia y diferencia. Así, nosotros somos “nosotros” y ellos son “ellos”. El nacionalismo es costumbre, sobrevive como una de nuestras pasiones: “Como México no hay dos” “¡Viva México, cabrones!”
Un párrafo, cuyo contenido no comparto totalmente, dice: “la Revolución Mexicana sigue pesando sobre nosotros. Es una desgracia que así sea, porque su horizonte ideológico es de matiz corporativo, poco liberal y poco democrática (sic). Tiene un fondo demagógico y populista que apenas puede ocultarse. Ha sido el surtidor de muchas cosas buenas, como la estabilidad, pero también de algunas de las más abominables de nuestra historia, como la corrupción, el clientelismo y la cultura de la ilegalidad”.
En una de sus conclusiones (y con ella sí concuerdo) apunta, más o menos, lo siguiente: Los mexicanos descubrimos poco a poco que la nuestra es una democracia sin demócratas… La práctica de utilizar los puestos públicos como vía de enriquecimiento privado, no es una fatalidad histórica ni un rasgo ontológico del “ser nacional”. Forma parte de una serie de hábitos que se consolidan en el tiempo, se practican largamente y se arraigan como formas de conducta colectiva.
Pueden cambiar, sí, pero muy lentamente; tienden a repetirse bajo distintas ropas en diferentes épocas; nunca de la misma manera, aunque siempre con un aire de familia que denuncia el invisible poder de la costumbre.

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