La ciudad y los perros

FAMILIA POLÍTICA

    Todos los amos dicen querer a sus mascotas: mis vecinos tenían un gran ejemplar, cuya raza jamás pude identificar.  Éste ocupaba todo su tiempo (mañana, tarde, moda y noche) para reclamar ruidosamente, por lo menos alimentos, justo frente a mi recámara, en franca agresión a mi tranquilidad.  Un día murió.  Sus torturadores le rindieron homenaje con rezos y veladoras.  Hoy tienen un cachorro Alaskan Malamut para repetir la historia de una tristísima vida de perros.

 “El perro es el mejor amigo del hombre,
pero el hombre no es el mejor amigo del perro”.

PGH.

El título del presente artículo no tiene nada que ver con la novela que Mario Vargas Llosa publicara en 1962 y que marcó el origen del llamado ¡Boom! De la literatura latinoamericana; su fuente es la cotidianidad: un asunto de conciencia.
    Seguramente el perro fue uno de los primeros animales que los seres humanos aprendieron a domesticar, desde sus expresiones gregarias más rudimentarias.  Durante siglos, ha sido compañero, guardián y hasta alimento (como el xoloitzcuintle en el caso de los aztecas).
    Rica es la presencia del perro en la literatura y en el cine ¿Quién no recuerda a Argos, el viejo guardián que identificó a Ulises cuando nadie lo reconocía en su regresó a Ítaca tras muchos años de ausencia?  ¿Quién, como adolescente, no se emocionó con las peripecias de Buck y Colmillo Blanco en las novelas de Jack London?  Rin tin tin, Lassie, Supercan, Snoopy, Pluto, Tribilín, Scooby Doo…  Desde diferentes medios han hecho y hacen las delicias de niños y adultos, aun cuando algunos sean entes imaginarios.
    También los hay, protagonistas anónimos como en el cuento de Juan Rulfo “¿No oyes ladrar a los perros?”.  El autor describe los esfuerzos de un padre indígena para llevar sobre sus hombros a su hijo enfermo hasta un pueblo muy distante, para su atención médica.  Después de mucho andar, los sufrimientos y diálogos (en realidad monólogos) del atribulado progenitor, encuentran un estímulo cuando a lo lejos se escuchan colectivos ladridos, clara evidencia de la proximidad de un caserío.  El hombre, lleno de esperanza se dirige a su vástago diciéndole: “Ya llegamos m’hijo: ¿No oyes ladrar a los perros?”…  Sólo el silencio tuvo por respuesta: el niño había muerto.
    En este mismo rubro, Fernando del Paso, en su célebre novela Noticias del Imperio, se formula una terrible duda, ante el silencio que cubría a la ciudad de Querétaro, los últimos días del sitio que culminó con el fusilamiento de Maximiliano, Miramón y Mejía, en el Cerro de las Campanas: “No se escuchaba ningún ladrido.  No sé si porque los perros estaban ocupados comiéndose a los muertos o porque los vivos estaban ocupados comiéndose a los perros”.
    Los roles de protagonistas macabros se ejemplifican con el Cancerbero: poseedor de tres feroces cabezas y cola de serpiente.  En la mitología griega era el encargado de cuidar las puertas del Hades para evitar la entrada de los vivos y la salida de los muertos.
    En la serie cinematográfica La Profecía, pavorosos rodwailer se identifican como custodios de El Diablo.  Uno de los personajes dice que esa raza “es tan antigua como el pecado”.
    En el campo, lo mismo en paupérrimas chozas, que en imponentes haciendas, la presencia canina es parte del paisaje.  Desde los ejemplares de raza indefinida, hasta los carísimos cazadores o guardianes, están allí.  Séame permitido un póstumo recuerdo para mi mejor amiga de adolescencia: mi perra Yira, una noble pastor alemán, cuyo final ignoro, porque al dejar la casa paterna por cuestiones de estudio, ella perdió a su compañero de andanzas y sola salía al campo… un día no regresó.  Por eso justifico la sentencia que dice: “Si Dios tuviera perro, sería un pastor alemán”.
    En la ciudad abundan los falderillos: diminutos e inservibles animalejos, que gozan de arrumacos de sus dueñas, alimentos y cuidados médicos que no tienen muchos niños del Valle del Mezquital, la Sierra o la Huasteca.
    En la actualidad, las fuerzas policiales se auxilian de canes de distintas razas, para detectar drogas, o bien como compañeros de acciones.  Se dice que fomentan en ellos las adicciones y los someten a crueles castigos como parte de su entrenamiento.
    En todas las ciudades, a cualquier hora del día, se escuchan ladridos y escalofriantes aullidos, emitidos por perros que desde las azoteas o amarrados al pie de sendas escaleras, se quejan porque el hombre (y la mujer para no ofender a las feministas) no sabemos corresponder a su amistad.
    Muchos finos (y otros no tanto) ejemplares están allí, empapados en sus propias heces, quejándose ruidosamente, sujetos por horribles cadenas, sin juegos ni caricias.  Es lógico, cuando llegan a salir, corren desaforadamente, son desobedientes, agresivos, sucios… no se vale.
    Así como se prohibieron animales en los circos, en los acuarios y otros espacios similares, deberían rescatarse los perros urbanos que padecen malos tratos y están las veinticuatro horas del día, atados, hambrientos, malolientes, desequilibrados, neuróticos…
    Todos los amos dicen querer a sus mascotas: mis vecinos tenían un gran ejemplar, cuya raza jamás pude identificar.  Éste ocupaba todo su tiempo (mañana, tarde, moda y noche) para reclamar ruidosamente, por lo menos alimentos, justo frente a mi recámara, en franca agresión a mi tranquilidad.  Un día murió.  Sus torturadores le rindieron homenaje con rezos y veladoras.  Hoy tienen un cachorro Alaskan Malamut para repetir la historia de una tristísima vida de perros.
P.D. Me declaro culpable de tener un perro en la azotea.

Mayo, 2018.

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