Cada cosa en su lugar, me dijo la encargada en mi primer día de trabajo como acomodador de libros. La biblioteca es antigua, seguramente alguna vez la has visitado en el centro de la ciudad, antes servía como templo. Grande, majestuosa, viejísima, con estatuas de Voltaire, Sócrates y Platón en los nichos donde en otro tiempo había santos católicos.
Con mi carrito recorría el recinto entre decenas de mesas rectangulares y sus respectivas lamparitas, donde los usuarios dejaban los ejemplares una vez que terminaban de consultarlos. Levantaba los libros de las mesas y me dirigía a los estantes para colocarlos siguiendo una clasificación alfanumérica.
Al poco tiempo sabía casi con precisión dónde reacomodar los libros. Los más buscados eran sin duda los de medicina, Farmacología, Patología, Inmunología, Microbiología, Parasitología. Después los de Ingeniería: Ecuaciones, Diferenciales, Ingeniería de Materiales. Y en general, los más solicitados eran los técnicos de diferentes carreras. También pedían de literatura, sobre todo de escritores de moda y clásicos.
Me gustaba recorrer los largos pasillos y ver los títulos resaltados con letras de oro; la mayoría viejos, de diferentes colores, verdes, grises, azules. De diferentes tamaños, los abría en la primera página y leía rápidamente el primer párrafo. A veces dejaba que mi dedo eligiera la página al azar y me encontraba con algo así… “…pensaba y no podía adivinar dónde había fallado, era la última vez, no más estrujarse la mente con algo tan vil…”, no tenía mucho sentido, pero lo acomodaba a mi vida, a lo que me ocurría en ese momento.
Allí, al final de un pasillo, como en el tercer estante vi unos libros tan viejos y solos. Solos como los soldados, pero fieles al saber humano, claro, si alguien los tomaba; pero no, seguramente en cien años nadie los había abierto. Su título me sorprendió: “El Arte de Adivinar el Futuro”; tres libros conformaban una pequeña colección de pasta gruesa y muy desgastados. ¿Cómo habían llegado a esta biblioteca? ¿Quién los había traído? Era imposible saberlo. Lo único que podría decirse es que era muy extraño que libros semejantes estuvieran allí, en la biblioteca más grande del país, donde cada título se había ganado el derecho de estar aquí.
No pude frenar mi curiosidad y me abalancé sobre el primero de los libros. Pequeño de un color parduzco, el ejemplar tenía unas grecas negras alrededor y no había autor. Lo abrí y de inmediato me llamó la atención lo que leí: “Tú, que has abierto este libro, no podrás escapar del conocimiento, para tu bien o para tu mal. Despeja tus dudas y sigue leyendo, desde este momento podrás obtener el conocimiento, el único, el verdadero. ¡Adelante!”. No puedo negarlo, sentí miedo y lo puse en el lugar que ocupaba en el estante… Tomé mi carrito de cuatro ruedas y me alejé, pero no por mucho tiempo. En seguida regresé y volví a tomar los tres libros. Pese a que estaban abandonados, para esconderlos los puse en otro estante más olvidado.
No pude dormir, en mi cabeza desfilaron preguntas con respuestas a veces sin sentido. Me levanté temprano y en vez de ir a la escuela, abandoné la habitación sin decir nada a mi compañero de cuarto sobre dónde iría. Me dirigí al mercado y desayuné una taza de café y un bolillo, dos huevos con poco de salsa y esperé en el parque sentado a que dieran las dos de la tarde para ir a mi trabajo. Saber el futuro, saber el futuro, resonaba en mi mente. Tenía el poder en mis manos. ¿Y si alguien había llegado y se había llevado los libros? Que tanto fui. Debí sacarlos en mi mochila. ¿Quién iba a notar la falta de estos libros? Llegué por fin a la biblioteca y entré saludando como siempre a Anita, la señora de lentes de la entrada y luego al vigilante don Chema. Saludé a mis compañeros Román y Esteban y con ansias irrefrenables me dirigía hacia la colección de libritos, cuando mi jefa Esthercita me ordenó acomodar los libros de arriba, donde están los tomos de filosofía y teología.
No pude encontrar ninguna excusa para bajar y buscar mis libros; tuve que permanecer toda la jornada arriba revisando y colocando los volúmenes de filosofía y teología según el orden de letras y números. A eso de las 9 de la noche dije “buenas noches” a mi jefa y bajé rápidamente con toda la intención de llevarme la colección de “El Arte de Adivinar el Futuro”; pero al llegar al lugar donde los había dejado, don Chema me dijo: “Ya joven, ya vamos a cerrar, mañana hace lo que tenga que hacer” y me indicó con la mano la salida.
Juro que jamás había estado tan nervioso, ni cuando reprobé Química y Física y no sabía cómo decirlo a mis padres. Mi compañero de cuarto Armando como siempre me comenzó a alburear y luego se puso a estudiar porque tenía examen. Yo, nuevamente seguí pensando en los libros y lo que podría hacer. Si de verdad podría adivinar el futuro, se abría un mundo de ventajas y posibilidades, como hacerme inmensamente rico adivinando el melate y la lotería, pero también sabría de graves acontecimientos como los terremotos. Pero en un momento también me recriminaba y me decía a mí mismo: “saber el futuro para qué, qué podría hacer aunque supiera con anticipación de una gran inundación, quién me lo creería, con quién iría a decirlo”. Y lo de hacerme millonario, me llamaba la atención pero no estaba seguro de quererlo.
Al otro día fui a la escuela, pero juro que no sabía ni dónde estaba; las clases pasaron lentas y yo miraba el reloj a cada momento. Antes de la hora de entrada al trabajo ya estaba en la biblioteca; entré y saludé, menos a mi jefa, en vez de eso me dirigí al fondo del pasillo oscuro donde había puesto las obras. Sentía el pulso del corazón en la cabeza y mis piernas. Por fin, allí estaban los libros. Tomé los tres y los metí en mi mochila. Hice mi mejor cara de enfermo. Mi jefa me lo creyó y me dijo: “Vete a tu casa, antes ve al doctor y recuéstate; te ves bastante mal, por hoy tómate el día”. Sin más me fui directo al parque. Juro que temblaba de la excitación, me senté en una banca y con mucho cuidado saqué de la mochila mis libros.
Yo nunca creí en cosas de adivinar, ni en brujerías ni en nada de eso, pero sin embargo esta vez era diferente porque los ejemplares provenían de una biblioteca seria. Tenía que ver primero el año de publicación, tal vez eran de los primeros libros en publicarse en México en el siglo XVI, pero no, no tenían fecha de publicación. No tenían datos de imprenta, nada sólo los libros iguales y enumerados, tomo 1, 2 y 3. Tomé el primero y seguí leyendo desde donde me quedé la vez anterior.
Decía: “Amigo o Amiga, estos libros que te dispones a leer, han sido leídos antes por sólo algunos que se atrevieron a conocer el futuro. Pocos, muy pocos pueden vanagloriarse de saber lo que ocurrirá, bueno y malo. Deja atrás todo prejuicio, deja atrás tus temores, quien entra al mundo de la Adivinación, no saldrá jamás igual a como entró”.
Debo reconocer el miedo que sentí. Un frío inundó mi cuerpo, la curiosidad por seguir con el libro fue más fuerte que el miedo y continúe leyendo: “No perturbes tu alma con aspiraciones mezquinas. Saber es siempre un privilegio. Conocer el designio es aceptar que el ser humano es débil y en él se cumple la imposibilidad del ser. Tú lo eliges y debes saber el costo mayor que se paga. Pero si aún no estás decidido, aún tienes la última oportunidad, deja los libros y continúa con tu vida. Entonces, no eras tú el elegido”.
Debo decir que sin pensarlo más mis manos sostuvieron los pequeños libros con toda la intención de correr y devolverlos, pero al mismo tiempo mi pensamiento y mi yo interior me obligaban a seguir con la lectura. Rápidamente pasé los capítulos que componían el primer volumen, lo que aumentó mi curiosidad. Entre ellos aparecían: El Mundo Muere y Vive; Los Hombres y las Mujeres para Siempre; El Dolor de no Morir, Los Mundos, más Mundos, Crecer sin Nacer.
Fue suficiente. Metí los textos y me dirigí a la biblioteca. Lo tenía que hacer; por lo menos yo –lo reconocía-, no tenía la capacidad para enfrentarme tal vez a un futuro de hambrunas o epidemias; o tal vez a grandes avances que desafían la muerte. No era yo el elegido y por tal, entré sigilosamente y de mi mochila saqué los libros, los mantuve entre mis manos algunos minutos y después los coloqué en el estante de donde los había sacado la primera vez.
Luego de terminar la prepa, al poco tiempo entré a la Universidad, conseguí un trabajo mejor pagado en un periódico y traté de no volver a pensar en los libros. Pero les juro que jamás podré hacerlo. No cualquiera puede tener el mundo tan grande en sus manos, precisamente en las manos de un simple estudiante.