FAMILIA POLÍTICA
“Educar es dar al cuerpo y al alma,
toda la belleza y perfección posibles”.
PLATÓN.
“Hace milenios que los filósofos, los poetas, los escultores, los pintores, los sacerdotes y los padrotes, se interrogan sobre el tema de la belleza”. Con estas palabras inicia Ikram Antaki un minúsculo tratado en relación con el tema de este artículo.
Un libro, por olvidado que parezca, guarda sorpresas que pueden impresionar al más templado de los espíritus. Hablar de la belleza es hablar de los valores y meterse a este acertijo, es involucrarse en polémicas como: ¿Las categorías axiológicas en general y la belleza en particular, existen objetivamente? ¿El humano las crea de manera subjetiva?… Millones de páginas se han escrito al respecto y seguramente otras más se escribirán. No es el caso.
La escritora siria, mi Gurú durante años; en El Banquete de Platón (colección Grandes Temas), aborda de manera ligera y más bien mundana, aspectos desconocidos; modas colectivas e individuales que, gracias a su tiempo y bajo el influjo permanente de femenina coquetería, adoptaron en su época algunas celebridades y otras no tan célebres, que compartieron el martirio de confiar su belleza a los usos y costumbres.
Con el siguiente mini relato, rompe la Maestra Ikram un viejo paradigma protagonizado en las Fábulas de Esopo, por seres humanos y animales: “Había una vez un sapo guapo, que vio a una hermosa princesa: pelo dorado, ojos de océano… pasear a orillas de su lago: -Besa mi pie y serás feliz, dijo la princesa al sapo; éste le creyó; controló su repugnancia y besó su pie. Entonces, ella se transformó en una impresionante sapita; surgió el amor, se casaron y tuvieron muchos sapitos”.
Este cuento muestra la extrema relatividad de la belleza. La autora continúa dando consejos a las mujeres, productos de su amplia cultura y conocimiento del mundo; dice, por ejemplo: “Tomen unos pedazos de fierro podrido, caliéntenlos al rojo vivo, pónganlos en un baño de vinagre, déjenlos ahí durante una semana, luego apliquen la sustancia en capas sobre los dientes; así presentarán a su amado una boca negra y olorosa que lo hará treparse hasta el cielo”. Esta receta de infalible seducción, utilizaron las japonesas durante mil años.
Las mujeres europeas en El Renacimiento no soportaban ser delgadas; dejar que se adivinaran los huesos por debajo de la ropa, era algo vergonzoso; en aquella época se apreciaban las carnes; comían cinco veces al día un puré de arañas para engordar rápido; los sirvientes tenían que aplastar a los insectos vivos (fresquesitos) ante los ojos de las bellas. Los Massa de Chad (una tribu africana muy atrasada) piensan que ser bello es ser puro y gordo, por ello se dedican a realizar grandes orgías de leche de sorgo. Los Moussey, pueblo vecino, piensan que es necesario limarse los dientes para ser hermosos.
En un gran salto histórico, Ikram se refiere a Jean Liebault (médico parisino del Siglo XVI) quien dice en su libro La verdadera e ingenua belleza de la mujer en el Siglo XVI: “Los ojos deben ser saltones, la boca aplastada, las mejillas rollizas, la barbilla corta y adelantada, tan grasa y carnosa que descienda hasta el pecho, como una segunda barbilla… Hace dos siglos Claudia Shiffer, Sofía Loren, Claudia Cardinale, Brigitte Bardot y otras, hubieran sido grotescas. La belleza es un asunto de tiempo y espacio. Los senos grandes se ponen de moda en los tiempos turbios; el pelo corto en los periodos feministas de la guerra. Lo interesante es cómo se difunde el modelo. Nada es espontáneo, todo obedece a un sistema normativo. No se puede predecir en qué tiempo la sociedad exaltará la diferencia (algún día se hablará de las feas, diciendo que tienen una belleza rara). Por lo pronto, a nadie le importa una belleza oculta; o se ve y se admira, o no existe.
La normatividad de la belleza es un asunto antiguo: las mujeres se encerraban en sus corsés hasta perder la respiración, se trepaban sobre tacones de ocho centímetros, cargaban faldas de cinco metros de ancho; vivían aplastadas bajo peinados parecidos a grandes edificios, devoradas por pulgas y piojos. Se pintaban de blanco, rojo, negro, azul, hasta perder los dientes y la salud. Las coquetas del Siglo XVIII parecieron alcanzar las cumbres de lo inverosímil.
En el año 58 de nuestra era, la insaciable seductora Poppea, luchaba desesperadamente para conquistar la cama de Nerón. Aunque tenía una belleza diabólica, debía sufrir: “¡Mis cacas de liebre! ¿Dónde están mis cacas de liebre?”, gritaba con la cara cubierta de una cataplasma de cebada hervida y aceite de olivo, se zambullía en un baño de leche tibia de burra; mientras una esclava le traía las nueve cacas en una copa de oro; Poppea las tragaba una a una; era una receta infalible para conservar los senos firmes; luego le blanqueaban el cutis con un extracto de caca de cocodrilo. Le pintaban las cejas con un tinte negro hecho de huevos de hormiga machacados con moscas muertas; los párpados se sombreaban con antimonio y los pómulos se enrojecían con una base de azufre y de mercurio. Después le cepillaban los dientes con un polvo de piedra pómez diluido en la orina de un adolescente. En sus oraciones rogaba: “Quieran los dioses que yo muera antes de llegar a vieja”. Tal vez los dioses la escucharan, pero Nerón la mató con una patada en el vientre, cuando apenas tenía 25 años.
Las bellas fueron verdaderamente audaces. Se dice que Aspasia, la célebre hetaira que Taylor Caldwell inmortalizara en su novela Gloria y Esplendor, amante de Pericles; rellenaba sus arrugas con un pegamento elaborado con pescado. Cleopatra se blanqueaba con gis, mientras que Agnés Soret, aplicaba sobre sus mejillas la carne caliente de una paloma recién degollada.
Las peores torturas se justificaban: carbonato de plomo para la tez; plombagina para oscurecer los ojos; minio para enrojecer las mejillas, etcétera. En ello, las mujeres dejaban sus dientes, su piel, su vida… molían caquita dwe rata, tragaban mezclas innobles y olían a rayos.
En el siglo XVIII, la moda de pintarse llegó al paroxismo: rostro blanco, venas azules, mejillas escarlatas y algunos lunares (los llamaban moscas). Hubo que esperar la revolución de 1789 para que desapareciera el rojo y triunfara la palidez. A fines del siglo XIX, la burguesía se ahogaba en nubes de polvo, los colores estaban reservados para las cortesanas.
En 1931, apareció una pequeña cajita circular y azul: la crema Nivea. Este simple hecho cambió radicalmente los paradigmas de las mujeres para seguir su afán de belleza y marcó el inicio de la cosmetología contemporánea.
Aún así, los filósofos, los poetas, los escultores, los pintores, los sacerdotes, los padrotes y los tratantes de blancas, se siguen interrogando sobre el tema de la belleza femenina. ¡Claro!, para vivir de ella.