Espanto del Nuevo Mundo
Álvaro Enrigue
Releo el tomito Entre razón y religión (FCE, 2008), en que el filósofo Jürgen Habermas y el teólogo Joseph Ratzinger –que luego se hizo famoso como papa– discuten el valor de lo religioso en el estado de las cosas políticas contemporáneas. ¿Sirve de algo la fe para los Estados gobernados por un sistema liberal? Las conclusiones de ambos pensadores son sorprendentemente opuestas a lo que uno se imaginaría: Habermas acaba por proponer el respeto absoluto por el pensamiento revelado y Ratzinger por apuntalar a la fe sólo como un elemento de juicio para los gobernantes de Estados laicos.
El tomito, además de discreto y hermoso –como todos los de la colección Cenzontle del Fondo– es de lectura obligatoria por la claridad con que plantea ciertas preguntas nuevas: los límites entre libertad y derecho en un mundo globalizado, la pertinencia de atajar ciertos avances del conocimiento con argumentos éticos, la búsqueda de un principio de solidaridad que aglutine a los ciudadanos de una nación en un mundo en el que ya se modificó lo que entendíamos por soberanía.
Es esta última cuestión la que cae como anillo al dedo cuando uno piensa en la sensación de absoluta desprotección que padecen los mexicanos tras nueve años de insensatez y violencia pública y privada. Según Habermas, agotadas las ficciones religiosas, lingüísticas y étnicas como justificación para la existencia de las naciones, lo que las puede mantener aglutinadas es la existencia de una solidaridad ciudadana que tiene fundamento en un sistema de justicia que responda a las necesidades de los electores. Si el sistema de justicia –práctica e histórica—no funciona, los ciudadanos están condenados a transformarse en “mónadas aisladas, guiadas por su propio interés, que utilizan sus derechos subjetivos como armas las unas contra las otras”. Justo lo que sucede en el México de nuestros días, en el que lo urgente no era reformar las telecomunicaciones o la industria petrolera, sino el sistema de justicia completo: la goma que nos une en un mundo intercomunicado que tira a posnacional.
La suma de factores que supone la proliferación de la violencia en el país y el rotundo fracaso de los gobiernos federales y locales para controlar a las mafias que se han enseñoreado con absoluta impunidad de media República, han terminado por revelarnos con transparencia perfecta lo que ya sabíamos: ni el PRI, ni el PAN, ni el PRD han podido integrar algún gobierno en el que los policías no sean los ladrones. No podríamos estar más cerca de la disolución del país tal como lo soñamos: una democracia liberal.
En su misterioso relato “El licenciado Vidriera”, Cervantes tiene una opinión brutal sobre la ciudad de México anterior a la conquista. La compara con Venecia y dice: “Estas dos ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del Mundo Antiguo, la de América, espanto del Mundo Nuevo.” Ahí seguimos: las cabezas rodando escalinatas y el templo bañado de sangre.
Ante la cuestión de la supervivencia de los Estados nacionales “prósperos y pacíficos”, Habermas y Ratzinger coinciden –uno desde la Filosofía Política y otro desde la Teología Natural–, en que la prioridad para un gobierno liberal y democrático debe ser el sustento de un sistema en el que prive el derecho en los términos más absolutos posibles. Eso genera la solidaridad ciudadana que permite la germinación de todo lo demás en el contexto de la polis.
Leo en los últimos días, entre la sorpresa y la curiosidad, más y más demandas de refundación del Estado mexicano, ya no sólo viniendo de políticos. No sé bien cómo se podría hacer eso sin una guerra de por medio y me parece que si en algo coincide toda la gente con el pasaporte del águila es que lo que necesitamos es menos y no más violencia. Pienso que lo que se necesita es, al mismo tiempo, más fácil e imposible, pero también es concreto: que los jueces sean jueces, que los ministerios públicos sean los alguaciles de la gente y los policías –-localee, federales y todos los que hay en medio– dejen de ser los ladrones. Perdón por el airecito bíblico de este final de artículo, pero a fin de cuentas empecé hablando de un teólogo católico: lo demás vendría por añadidura.