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El Japón y su dinastía absurda


Nunca había hablado al público, su voz la conocían los más allegados, era un semidiós, un intocable, el portador de los “genes sagrados” de una dinastía absurda, Hirohito.

 

Hirohito, tuvo que explicarle al pueblo del Japón que habían perdido la guerra y que nada sería igual, que el Japón debía rendirse; su voz fue transmitida por radio, mientras cientos de soldados y japoneses se arrancaban la vida ante la desolación.

 

El Japón caminó ante la tutela norteamericana y el siglo XX lo vio prosperar después del desastre y genocidio nuclear. Una nueva era de la humanidad lo sorprendió y la dinastía absurda quedó en manos de Akihito, quien ahora ante problemas de salud pretende abdicar al trono del Japón a la edad de 82 años.

 

Como la figura de “abdicación” no existe en el Japón, su parlamento tendrá que hacer una reforma a su legislación para que el trono pase en vida de Akihito a su hijo Naruhito, cuestión que no sorprende a nadie y, que en términos de la perpetuidad nos muestra que estas castas parasitarias del poder político se preservan y perpetúan en el poder sin que sus pueblos suelan pronunciarse, cuestión que evidencia que los mitos y el poder político son caldo de cultivo para la ignorancia.

 

¡Te digo compadre que eres bien pendejo!, no nos extrañe que el mundo sea un nudo ciego y de ciegos cuando nadie establece desde la salud mental los puntos de crítica sobre las estelas y abusos del poder político, más aún, a nadie le extrañe que las dictaduras se vuelvan a presentar y que los reinos se incrementen, mientras los hombres no seamos capaces de crear sociedades legalmente horizontales e imponer el poder civil.

 

 

Japón es una de las tantas evidencias de que los hombres no hemos aprendido nada de la opresión política, o quizá hemos aprendido muy poco, al grado, que permitimos que democracias disfrazadas nos gobiernes y enmierden el futuro nuestro y de nuestros hijos, ante nuestra complicidad tácita o expresa, ante nuestra ignorancia que lo único que genera es la indolencia sobre nuestras propias vidas que permiten la perpetuidad de dinastías absurdas.