CALLEJÓN DE SOMBREREROS
Entre los recuerdos de Veracruz que frecuento con mayor placer se hallan las conversaciones con don José Zimmermann en su ranchito por Huatusco. Fue entre los gratísimos silencios que compartimos cuando mencioné el nombre del padre Balbuena, un diácono de Durango que había combatido durante el conflicto religioso de 1926-1928 y del que se decía que se había perdido en la sierra de Durango en la secuela de ese conflicto, conocido por los que la conocen como La Segunda, entre 1934 y 1936.
“¿El padre Balbuena?” me preguntó atusándose el bigote prusiano, “¿Santiago Balbuena?”
Asentí.
“El padre Balbuena vivía por un pueblo de por aquí”
“¿El del libro?” le pregunté con ironía.
“El del libro”, admitió con la cortesía contundente que acostumbra.
Yo le había oído esa historia a algunos poetas que decían que se la habían oído a Bonifaz: de la biblioteca de un cura de Veracruz había desaparecido un libro que los rumores consideraban “dudoso”.
Corroborando algunas versiones de ese rumor, don José volvió a referir que ese
volumen había sido sustraído de la biblioteca de Jorge Cuesta, al cual se lo había prestado Julio Torri.
“Un libro de fotografías”, me atreví a sugerir.
“¿De fotografías?” me preguntó don José extrañado.
“Sí”, respondí dubitativamente, “Fotografías de niñitas…”
“¿De niñitas?” inquirió con un dejo de alarma.
Hasta donde yo había oído y entendido, se trataba de un libro de Lewis Carroll. Comprendí que me había creado un dilema amistoso y repensé con presteza que debía decir algo, cualquier ocurrencia que pudiera justificar mi curiosidad impertinente.
“Recuerde”, creo que le dije, “que el diácono Charles Lutwidge Dodgson también era fotógrafo”. Eludí la mención de sus imágenes de Alice Liddell, a quien muchos creen el origen de Alicia en el País de las Maravillas y en contra de cuyo padre, que era su amigo, escribió anónimamente un panfleto: The New Belfry of Christ Church. Tampoco aludí a que se sospecha que borró y destruyó muchas de sus fotografías, aunque hay quien sostiene que el proceso con colodión no siempre resultaba permanente. “Para él”, sentencié, “la fotografía era un fenómeno químico”.
Me referí entonces a “Muestra fotográfica”, un artículo que Dodgson escribió, antes de adoptar el nombre literario de Lewis Carroll, en Mischmasch, una de las revistas que pergeñaba como entretenimiento familiar, en el cual sostenía que “los méritos y deméritos de la fotografía son de carácter tan cabalmente químico que poco tema ofrecen para una crítica artística. En cuanto a la calidad de los reactivos empleados, al fotógrafo no le cabe más preocupación que la de elegir al proveedor idóneo: y por lo que atañe a las copias de telas, etc. no hay nada que permita valorar la destreza, presente o ausente, del propio artista. Todo se le da hecho. El principal logro asequible a las fotografías como producto
químico se refiere a la sensibilidad del colodión u otro medio empleado, y a su consiguiente aptitud para reproducir los detalles más minúsculos. Ese particular es puesto a prueba fundamentalmente frente a motivos de follaje y de sillería vieja, sobre todo los
primeros, puesto que el verde constituye un obstáculo que el fotógrafo no ha logrado salvar a la perfección”.
“Era de dibujos”, dijo don José, que me había oído con una indiferencia impaciente que puede ser una forma del desprecio y la exasperación.
“El libro de la biblioteca de Cuesta no era de fotografías; era de dibujos”. Me recordó que Charles Dodgson o Lewis Carroll, “como quiera”, también dibujaba, “muchas de sus cartas parecen estar hechas menos de palabras que de dibujos, los cuales representan más que meras ilustraciones en las revistas que escribía en cuadernos. Precisamente un facsímil de la revista que usted citó, Mischmasch, fue el que desapareció de la biblioteca de Cuesta”.
No he podido corroborar la veracidad de esta historia; tampoco he oído nada acerca del destino de ese libro. El resto es realidad…