Hipocresía maldita

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HOMO POLITICUS

El 6 y 9 de agosto de 1945 las ciudades de Hiroshima y Nagasaki del Japón sufrieron el genocidio más grande del que se tenga memoria en la humanidad; dos bombas atómicas que aun hoy estremecen, que hacen doler el alma ante esta barbarie que no siempre ha sido revisada en su justa dimensión.

 

Fue el gobierno norteamericano el que decretó el uso del poder atómico sobre Japón; las razones fueron dos: en primer término vengarse del ataque a la base militar de Pearl Harbor que devastó a la flota norteamericana y que humilló al país de las barra y las estrellas, ataque dirigido a una base militar, nunca a la población civil. En segundo lugar, las bombas atómicas fueron lanzadas para demostrar el poderío norteamericano y advertirle a la Unión Soviética que se habría de frenar el comunismo.

Tanto en Hiroshima como en Nagasaki, existía población civil que fue víctima de una infamia, de un crimen que pocos se atreven a reconocer y cuyos horrores nos advierten que el hombre es el lobo del hombre como señaló Thomas Hobbes.

Décadas han pasado y el pueblo japonés sigue conmemorando este infausto hecho y rindiendo un homenaje a los asesinados como a los que lograron sobrevivir este ataque, aun se escuchan las campanas que aluden al duelo y al dolor.

Barack Obama visitará el Japón para rendir un homenaje a las víctimas de las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, es un acto que encierra una gran hipocresía, en los hechos, una hipocresía maldita, porque el Japón no sólo fue devastado por el poder atómico norteamericano, sino que después del fin de la guerra, vivió bajo la tutela norteamericana que incluso aprovechó y se aprovechó del dinamismo de la industria japonesa, signo de una opresión imperialista.

El tiempo no ha servido para curar las heridas del Japón, el tiempo no siempre lo cura todo; la memoria nos acompaña como fiel reflejo de lo que sentimos y, el 6 y 9 de agosto de 1945, la humanidad criminalmente fue destruida y todos morimos un poco para siempre.