“Las tormentas van y vienen…
Es muy fácil destruir con la palabra,
lo difícil es construir”.
Rosario Robles.
El Maniqueísmo es aquella visión del mundo en la que se establecen dos partes claramente diferenciadas, excluyentes: la buena y la mala; nosotros y los otros. Es una concepción dual, reduccionista, simplista… Su origen se encuentra en el pensamiento de Manus (o Mani), sabio persa que fundó una secta con tales principios allá por el siglo III de la era presente. Aún hoy, podemos ser maniqueos, acaso sin saberlo.
Desde el suceso involuntario de nuestro nacimiento, nos encontramos en un mundo dividido entre personajes buenos y malos: ángeles y demonios.
En esta realidad, advertimos lo poco que vale un héroe, real o ficticio, sin un enemigo (antihéroe) a su altura. El bien sólo tiene sentido si existe el mal; dialécticamente ambos conceptos son los extremos de una misma realidad.
¿Qué sería de Supermán sin la feroz persecución de Lex Luthor y la amenaza constante de la destructiva Kryptonita? ¿Se imaginan a Batman sin tener enfrente al genio malvado e hilarante de El Guasón? ¿David sin Goliat habría trascendido al Antiguo Testamento?… Hasta en la lucha libre la representación se da: los técnicos combaten a los rudos sin dar ni pedir cuartel.
El pueblo necesita héroes y divinidades. Sí carece de ellos, los inventa, los descubre… se le “aparecen” como visiones celestiales o demoniacas. Seguramente recordamos el argumento de “El Héroe desconocido”, una película mexicana. La obra teatral “El Gesticulador” de Rodolfo Usigli, también se inserta en esta necesidad de tener o de ser el “Muchacho Chicho” en una historia, muchas veces gacha. Además existen mitos mayores que no cito aquí, por miedo a la excomunión.
La enseñanza tradicional de la Historia de México se inscribe en esta concepción. Desde que tengo memoria visualizo un panorama en el cual nuestra identidad sufre la amenaza de alguna otredad, no siempre definida: “Más, si osare un extraño enemigo (?)”…
En la Conquista, Cuauhtémoc fue el bueno, Cortés el malo. Así, sin términos medios, sin mestizajes que justifiquen la trascendencia histórica de un nuevo perfil étnico, en donde no existen ganadores ni perdedores.
Don Miguel Hidalgo y Costilla se recuerda, sobre todo cada quince de septiembre, como un bondadoso y anciano cura de pueblo que personifica los más puros valores de la libertad inmaculada, frente al terrible monstruo que lo degrada de su dignidad sacerdotal, desgarra las palmas de sus manos para borrar sus votos, antes de cortarle la cabeza y colgarla en una jaula. De lo malo poco o nada se sabe: no se recuerdan los asesinatos, las violaciones, los saqueos y otros abusos que permitió el ex Rector degradado, ex terrateniente resentido, seductor contumaz… para acrecentar su ejército.
Lo mismo sucede con el Siervo de la Nación, Don José María Morelos y Pavón, sin duda un estadista nato; un patriota impoluto quien, sin embargo también manchó sus manos con torrentes de sangre ante su inminente derrota a manos de su archienemigo, el brillante militar realista Don Félix María Calleja del Rey.
En ambos casos opera el “Efecto Teflón”: nada de lo malo se pega a su imagen que trasciende al margen de toda impureza. Son “plumajes que cruzan el pantano y no se manchan”
Juárez no tendría tantos motivos para ser nuestro héroe inmortal, de no existir la imagen de Maximiliano de Habsburgo. Aunque en este caso, el mártir se proyecta como el malo. El Benemérito tuvo el involuntario acierto de morir antes de que la moda lo convirtiera en antihéroe, por su concepción patrimonialista del poder republicano.
Don Porfirio Díaz, villano por antonomasia, proyectaría una imagen histórica diferente, pero no supo retirarse o morir a tiempo y no tuvo la capacidad de entender que su enemigo y victimario, el bueno de Don Francisco I. Madero fue como un niño que soltó las cadenas a una jauría hambrienta y rabiosa.
En este escenario cabe preguntarse: ¿Quién surge primero? ¿El héroe o el villano? Es claro que ni uno ni otro nacen. La opinión pública y los medios los hacen, en el tiempo que determine su circunstancia.
Dentro de esta realidad maniquea también vive la moda; ésta, según la RAE “es un uso o costumbre que se pone en boga durante algún tiempo”. Su duración efímera se encuentra implícita en la misma definición.
Por moda se crean los buenos y los malos, no hay gran diferencia entre ellos. En corto lapso, un mismo personaje suele pasar de una apreciación positiva a la contraria y viceversa en el veleidoso juicio de la opinión pública.
En todos los escenarios, pueden surgir protagonistas carismáticos, los cuales llegan a detentar prolongados liderazgos. A pesar de los ataques enemigos, del fuego amigo; de sus mentiras; de sus actos de evidente corrupción… Su imagen no se daña; nada de lo malo se les pega (¿Verdad, Señor López?). Otros, tienen momentos de popularidad arrolladora y por un detalle o una serie de ellos (algunos intrascendentes) observan impotentes como decae su nivel de aceptación hasta lo impensable en sus tiempos de gloria. Es el caso del actual Presidente de todos los mexicanos. El deporte de moda es: ¡Péguele a Peña! Así, las opiniones con máscara de verdades, lo crucifican; lo convierten en un villano sin héroe visible. ¿A quién beneficia el crimen?
Pero todo tiene un límite. Tanto lo golpean, lo ofenden, lo vituperan, que ya poca mella causan en su imagen. ¿Está por llegar el Efecto Teflón? Habría que preguntar a cierta periodista, cuyo veneno se le revirtió en su último golpe sensacionalista.
Agosto del 2016.