Hamann

Terlenka    

“No importa por donde se comiencen a leer sus escritos: su obra no tiene principio, medio ni fin.” Escribió Isaiah Berlin acerca de J.G. Hamann, el filósofo pietista nacido en Königsberg en 1730 (probablemente Hamann y Emanuel Swedenborg sean dos de las figuras más extraordinarias con las que me he enfrentado en filosofía relacionadas con la locura y la fe (aunque como pensadores yo prefiero a Vico y a Schopenhauer).
Y me pregunto ¿Qué obra tiene principio, medio o fin? Ninguna, ni siquiera un contrato de renta, un haiku o un instructivo para armar una bicicleta. No hay nada parecido a “la última palabra” o a “la opinión inobjetable”. Si así fuera no habría lenguaje, ni humanidad, ni pan bimbo. Por ello cuando firmo algún documento, cualquiera que éste sea, una risa burlona y metafísica recorre mi ánimo, como si en verdad el firmar me proporcionara algún tipo de tranquilidad y pudiera yo seguir como si nada hacia delante. Todo ello me da risa. (El relativismo como postura filosófica no es relativo, es una forma de decir que todo se encuentra relacionado y nada vive en la orfandad absoluta de las referencias y el significado). Pero éstas son especulaciones sin demasiado interés en esta época de lucidez magnánima en la que se vive. Cuando más deprimido estoy enciendo el televisor y entonces me entran unas ganas absolutas de vivir. Casi cualquier comercial, programa deportivo o película de acción es tan aterrador e infame que, de inmediato, me siento agradecido por tener dos o tres amigos con quienes conversar y un par de libros para escaparme de esta jungla sin sentido en la que habitamos. Una pregunta espontánea: ¿Por qué los comentaristas deportivos quieren ser divertidos? El hecho de que todo tenga que ser veloz, tecnológico y divertido me suena a jaula de monos enloquecidos, a entretenimiento criminal, a materia muerta. Sí, pero yo estoy amargado y los demás son divertidos. Yo soy un intelectual que carece de sentido del humor; en cambio, y si me permiten ser descortés, unas chuletas en minifalda parecen comprender muy bien lo que significa el deseo de divertirse que atañe a la gente común. Vaya con la gente común que nos tienen tan jodidos. Si vamos a ser comunes por lo menos sería bueno educarnos un poco, es decir permitir que los libros o el arte nos amansen de buena manera, mejor los libros que el látigo de los medios. ¿Ya ven que no existe principio ni fin? Comencé escribiendo sobre Hamann y, de pronto, me veo escribiendo sobre las chuletas chistosas. Y vamos que me gustan tanto las mujeres que lloro sólo de pensar en ellas. Lloro porque no las puedo tener. Me refiero a las mujeres, no a muñecas inflables, parlantes que llevan en sí la carga mortal de la representación de la súper mujer. Las mujeres hamburguesas que anhela el hombre exitoso y atiborrado de orgullo complaciente. Hamann no se casó, pero vivió y tuvo cuatro hijos con una de las sirvientas de su padre.
“Era una mujer simple, inculta y enamorada.” Me dirán ¿y a mí qué me importa la mujer de Hamann si ni siquiera sé quién es él? Bueno, haciendo un sutil bosquejo diré que se trata de uno de los mayores enemigos de la razón argumentativa, de la ciencia ortodoxa (sólo tenemos una fe animal a la hora de conocer el mundo), iluminado y escéptico al mismo tiempo, consciente de la diversidad y especificidad de las culturas (se anticipó a Herder) y de la continua contradicción de la vida, amante de la muerte y de la sensualidad, sabedor de que las leyes son contingentes, antecesor e incluso inventor del movimiento romántico, y amigo de Kant con quien casi nunca estuvo de acuerdo. A Hamann no le gustaba que se trataran asuntos demasiado intelectuales frente a su mujer porque temía molestarla, y es que una mujer simple y enamorada, fiel y prudente es de una belleza natural tal que sólo podría compararse a un bello bosque de abetos. (¿Quién desearía incomodarla con tonterías?). He entendido que tengo las manos atadas y que los hombres exitosos y mediáticos conducirán a la sociedad por el buen camino, que no es el mío, por cierto.
En 1668 nació en Estocolmo, Emanuel Swedenborg, un visionario, lunático, místico y, sin embargo, sistemático hombre de conocimiento. De él escribió R.W. Emerson que “la sicología moderna no ofrece otro ejemplo similar de equilibrio y trastorno”. “Su fornida presencia sacudiría las togas de la Universidad.” Saco a relucir, también, la figura de este teólogo y científico que llegó a comunicarse con los mismos ángeles, y lo hago sólo para intentar mostrar que la genialidad, la sabiduría o el conocimiento no se presentan como barras de mantequilla en el súper mercado, sino como humanidades complejas, vitales, enloquecidas y muy poco manipulables. Acerca de Swedenborg ya se ha expresado de forma inigualable Jorge Luis Borges y, por supuesto, R.W. Emerson. Estamos tan acostumbrados a pensar (a calcular, que no pensar, lo aclaraba T. Hobbes) como máquinas y a correr detrás de la pelota que nuestro destino es el barranco, el peñasco y el descalabro. He tomado dos ejemplos extremos y anacrónicos para servirme de ellos y decir que mi escepticismo acerca del progreso humano está más que justificado. Se me ocurre un ejemplo: en México se firmará un tratado de comercio con las potencias del Pacífico en el que las leyes mexicanas capaces de regular los contratos y las violaciones a ellos pasarán a segundo término. No habrá soberanía. Tal acuerdo se realiza al vapor, sin consulta pública ni discusión profunda; valiéndose de la abulia del ciudadano desinformado y conectado al televisor, apoyándose en un país carente de instituciones fuertes y reguladoras que lo protejan; en manos de tecnócratas que confunden la noción de país con “oportunidad de hacer negocios”; en fin. Thomas Carlyle (cuyas ideas detesto) llegó a afirmar que la democracia era: “un caos provisto de urnas electorales.” Al menos en eso, y sólo en eso, estoy de acuerdo con él.         

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