¿Hacia dónde va la democracia?

Conciencia Ciudadana
    •    Los Pinos, el Senado y la Cámara de Diputados, la Suprema Corte, el gobierno de la ciudad de México, los poderes estatales, los partidos políticos, las policías y el ejército parecen habitar la casa de Juana Nana, donde según mi abuelita “cada quien hace lo que se le da su rech#$%a gana”


Como si fuera un castillo de naipes, la credibilidad de las principales instituciones públicas se está viniendo abajo más rápido de lo previsto; porque al parecer nadie, absolutamente nadie en ellas está haciendo algo para sostener el desconchinflado andamiaje de legitimidad requerido para su credibilidad y funcionamiento.
Los Pinos, el Senado y la Cámara de Diputados, la Suprema Corte, el gobierno de la ciudad de México, los poderes estatales, los partidos políticos, las policías y el ejército parecen habitar la casa de Juana Nana, donde según mi abuelita “cada quien hace lo que se le da su rech#$%a gana”, impidiéndonos al común de los mortales, hacernos una idea coherente de lo que está sucediendo en nuestro país y fuera de sus fronteras, pues al otro lado de ellas tenemos a un dirigente igual de desquiciado que los nuestros pero más peligroso aún que ellos, porque a un paso de él tiene siempre a su lado un teléfono rojo desde el cual puede dar la orden de acabar con la humanidad entera.
 La esperanza, esa “dulce amiga que las penas mitiga y convierte en vergel nuestro camino” como aseguraba un cursi poema que recitara con aterciopelada voz el Tío Polito, en la radio del siglo pasado, hoy no pasa de ser una quimera, un sueño que va desapareciendo de la vida de millones de seres humanos que ven con miedo y desaliento cómo se les viene encima el mundo; a veces literalmente, como sucedió a las víctimas de los terremotos y huracanes que apenas hace unos cuantos meses pasaron de ser víctimas de la pobreza crónica al desamparo absoluto.
Los males que antes se veían lejanos hoy son parte de nuestra vida cotidiana. Asesinatos, secuestros, violaciones de los derechos humanos y justicia inalcanzable han dejado de ser referentes de acción para la mayor parte de los políticos, los cuales conviven  con ellas haciéndolas parte de sus discursos exitosos, aunque no de sus tareas de gobierno porque, sencillamente, no hay ley positiva que los obligue a cumplir con sus obligaciones como lo están un chofer, un velador o un albañil, quienes no solo pueden perder su empleo por cometer algún error o delito, sino aún ir a parar a una prisión sobrepoblada de delincuentes de su mismo rango laboral o social.
Tan expuestos estamos a tales aberraciones, que cualquier denuncia o acusación formal contra algún alto funcionario o personaje famoso han dejado de ser seguidos por la opinión pública, cuando el caso llega a manos de la justicia, pues por definición se sabe que los acusados recibirán un trato distinguido y terminarán intocados por la mano de la ley, la misma que con tanto rigor se ceba contra los de abajo.
La lección ejemplar impartida por la justicia al dejar en la impunidad a quienes delinquen bajo el poder público es inmediatamente aprehendida por los de abajo: lo importante no es respetar la ley sino obtener el poder político y económico necesario para pasársela por el arco del triunfo. El resultado no se hace esperar porque los malos ejemplos son más exitosos que los buenos. Si los de arriba son canallas no vale la pena portarse como una hermana de la caridad y entonces, resulta perfectamente justificable que los gobernados imiten en lo que puedan, donde puedan y con quien puedan.
Quienes claman por regresar al temor de Dios, los valores universales o las simples reglas de comportamiento cívico para contener el caos provocado desde arriba; se enfrentan a una cruda realidad de la que, muchos de líderes desde sus Iglesias, escuelas o asociaciones han contribuido a fomentar la incredulidad con su propia conducta, pues gran parte de ellos han terminado por unirse a la carrera por el éxito mundano al cual descalifican de palabra, pero apoyan con sus hechos.
Las reacciones a tal desgarriate comienzan a surgir marcadas por la desesperación. Muchos, azuzados por unos pocos, comienzan a ver a la democracia como un sistema fracasado sin saber que nunca hemos vivido una democracia auténtica, real, acorde con nuestra historia y nuestras propias necesidades, sino un remedo de la democracia electorera que se impuso como compromiso del gobierno mexicano para dar una imagen de modernidad  que le permitiera incrustarse entre las naciones “modernas” pero sin cambiar de fondo la estructura real de poder que ha gobernado este país por lo menos desde los años cincuenta del siglo pasado, coincidentemente con el nacimiento del partido de los “licenciados”, el PRI.  
Otros, quisieran acabar con la anarquía convirtiendo a México en un inmenso campo de concentración, vigilado por miles de cámaras de circuito cerrado y cientos de miles de soldados, marinos, policías y espías electrónicos a fin de “terminar con los delincuentes” como si éstos lo fueran por naturaleza y no como resultado de las condiciones económicas, políticas y sociales que los han fabricado al por mayor. Este remedio, echado a andar en todos lados (incluso en Hidalgo) ha demostrado ya su fracaso y lo volverá a demostrar mientras las condiciones que provocan la anarquía (riqueza mal repartida y abandono de las obligaciones sociales por parte del estado) sigan sostenidas, propiciadas y fomentadas desde el propio estado mexicano.
 Reconocer lo anterior resulta imposible mientras haya aún quienes consideren que el fomento a las inversiones privadas y el alejamiento del estado mexicano de la rectoría económica sean las únicas vías para lograr la democracia esperada por tantos años de esperanzas y desilusiones. El poder del dinero sólo ha servido para ampliar la brecha entre la pobreza y la riqueza en nuestro país y por tanto para hacerlo menos democrático, si entendemos por ésta clase de régimen uno destinado a lograr un gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” frase atribuida presidente liberal norteamericano Abraham Lincoln que bien podría sostenerse como bandera de lucha hoy en día por la conciencia ciudadana, aunque se le acuse de terrorista, anarquista o nostálgica del pasado; porque sólo conociendo el buen juicio del pasado podemos entender el presente y orientarnos hacia el futuro sin caer en el círculo vicioso de los mitos sobre los que los poderosos actuales han construido su falso imperio.
Y RECUERDEN QUE VIVOS SE LOS LLEVARON Y VIVOS LOS QUEREMOS HOY.

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