
LAGUNA DE VOCES
Justo el lunes de hace seis años, igual que ayer, también fue lunes. De madrugada había muerto mi padre. Martín, así se llamaba, se quedó para siempre entre nosotros sus hijos. Fue abril también cuando se fue Aurora, mi madre, y Antonio, mi hermano. Hace ese tiempo le escribí este texto:
Mi papá creía en la magia del pueblo donde nació.
Por eso, días antes de que muriera, la mujer que más amó a lo largo de su existencia, mi madre, vino a verlo para avisarle que era tiempo de partir.
Directo y sin rodeos, contó que habían llegado por él y que era su deseo decir adiós, como finalmente lo hizo la madrugada de este lunes.
Nada tengo que reprocharle y en cambio sí, mucho que admirarle. Porque con 39 años se quedó viudo al frente de una familia numerosa, y un amor quebrado por la partida de su esposa, de la que nunca se cansó de contar la absoluta bondad que poseía, y los ojos más hermosos que hubiera visto.
Tengo la certeza de que ella fue su guía luminosa en ese instante que terminamos este pequeño viaje para regresar a casa.
A los seis años, cuando mamá murió, adquirí la certeza triste y lamentable de que nunca volvería a verla. La muerte descarnada, triste, dramática, que habría de perseguirme hasta estos días, estas horas en que por fin empiezo a comprender cosas que de pequeño simplemente entendía como un camino sin rumbo a la desgracia.
Descubro que no es así, y cada cual puede tener la idea que quiera del momento en que dejamos de respirar, porque al final de cuentas uno a uno, tarde o temprano, confirmaremos si tuvimos o no razón.
Por mi parte estoy seguro que a mi padre le dije “hasta pronto”, porque recuperar la fe es una tarea que me ha ocupado la mayor parte de mi existencia. No como un consuelo convenenciero, ni miedo, ni nada que algunos esgrimen como argumento para presumir a diestra y siniestra, “no soy creyente”. Cada cual, y si esa es su conclusión, qué bueno.
Así las cosas, hasta pronto papá, mamá, más temprano que tarde volveremos a saludarnos, a contarnos cómo fue este viaje maravilloso de la vida, pleno de paisajes y alegrías, sin negar por supuesto las tristezas que también existieron.
Pero intentar la felicidad, todos los días, a toda hora, fue una constante en la vida de mi padre.
Supo enfrentar así años dramáticos en que la falta de empleo y una familia que mantener nunca lo doblegaron. Por el contrario, desde ese entonces, antes de los 39 años, mucho antes, despertaba en punto de las cuatro de la mañana para prepararse ante la batalla diaria que siempre ganó a su modo.
Fue vigilante de un almacén o supermercado, cada mañana que regresaba luego de velar por toda la noche, era un hombre bendecido con el cariño hacia sus hijos que siempre traducía en preguntar, “¿ya comieron, comieron bien?”, que seguro era un “los quiero mucho”.
Luego la suerte lo socorrió para ser maletero en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México durante 40 años, cuando los velices todavía no eran fabricados con rueditas, y por lo tanto el trabajo y las propinas le sobraban.
Fue una época en que tuvimos lo suficiente para seguir los estudios, y verlo lleno de proyectos, sueños, hasta que mamá murió.
Sin embargo, el tiempo que siguió a esa tragedia fue cuando todos conocimos al papá que decidió que el mejor homenaje a su esposa, debía ser cuidar y velar porque sus hijos estuvieran bien, estudiaran, crecieran como buenas personas.
Desde esos 39 años cuando quedó viudo, hasta este lunes, casi a punto de cumplir 93 años de edad, fuimos su razón fundamental para que fuera feliz, y con ello lo fuimos, lo somos también.
Por eso ahora, al despedirme, no puede más que decirle, “hasta pronto papá. Hasta siempre”.
Mil gracias hasta mañana.
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twitter: @JavierEPeralta