LAGUNA DE VOCES
Creemos, con inocencia, que la casa que construimos con años y años de esfuerzo, tendrá una vida larga, casi eterna, y que después de que nos vayamos, será testimonio que mire por nosotros, el futuro que pretendimos construir a base de ladrillos, varilla y cemento. Sin embargo, no es así, y basta con mirar una ciudad como Pachuca, para descubrir que ha cambiado tanto su rostro, que en realidad ya no tiene nada que ver con la que vimos por vez primera, aquella ocasión que acompañamos al hermano que había decidido venir a vivir a La Bella Airosa, en ese entonces presa de endemoniadas ráfagas de aire que circulaban por cada calle del centro, y que, cuando consideraba necesario, soplaba para regresar humo y contaminación al Valle de México.
Hoy es diferente, digamos que mejor, pero también peor. Porque los automóviles son tantos, los conductores tan decididos a liquidar a quien pase a su lado, que repentinamente reconocemos que hay edificios donde antes había casas, y al ser derrumbadas para dar paso a la modernidad, también aceptamos que empezamos a ser desconocidos en una ciudad que nos adoptó de buena gana y con cariño.
Nada resulta ser eterno, y si hubiéramos decidido colocar un gran retrato familiar con mosaicos de colores, para que durara por siglos, seguramente ya sería de nuevo un rompecabezas sin sentido, porque, además, lo real, lo cierto, es que el recuerdo de cada uno de los que hoy ocupamos un espacio en el presente, se hará nada en dos generaciones si bien nos va, para ser el bisabuelo que ni su nombre sabemos, y jugamos a construir su rostro a partir de lo que somos.
Ser fundamentalmente un fantasma en el futuro, es tarea que nos guste o no, aceptemos o no, igual que en la ciudad son las edificaciones hechas con años y años de trabajo, con todo y que, sabemos de antemano, acabarán por ser un intento por no permitir que se extinga la memoria del amor que tuvieron por nosotros nuestros antepasados.
Mil gracias, hasta mañana.
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