A uno de los pocos supervivientes españoles lo encerraron con su madre en Rivesaltes en 1941. “Solo tenía cinco años. Como era un niño, no tengo recuerdos siniestros”. Su padre, comunista, era alguacil del pueblo. “Los judíos y los gitanos las pasaban muy negras, me contaba mi madre. Yo, como niño, no tanto, pero me marcó toda mi vida”.
En Rivesaltes, a 30 kilómetros de la frontera oriental con España, ha dormido durante 70 años un vergonzante capítulo de la historia de Francia y Europa. En un páramo barrido por la Tramontana, aún son visibles los esqueletos de decenas de barracones y letrinas. Es el Campo de Concentración de Rivesaltes, el más grande de los construidos en Occidente. De 1939 a 2013, aquí malvivieron más de 60.000 “indeseables”. Los primeros, refugiados españoles. Luego, judíos, gitanos, alemanes, colaboracionistas y harkis argelinos. Los últimos, migrantes irregulares. Ayer, el primer ministro, Manuel Valls, inauguró en el lugar un Memorial. Hora de asumir la historia.
La Cataluña francesa, en el Languedoc-Rosellón, fue en 1939 el refugio del medio millón de españoles de La Retirada, el éxodo que todo el mundo conoce en la región, pero no en España. Uno de ellos era el comandante Victoriano Gómez Díaz, de Torrejón el Rubio (Cáceres). Entró en julio de 1940 en el campo de 600 hectáreas de Rivesaltes en el que terminarían levantándose 650 barracones.
“Dormía en un camastro con mucha humedad. Había piojos, sarna… Comían poco y mal. Pasaban mucho frío. Los guardianes, muchos de ellos marroquíes, les daban palizas”. Lo cuenta su hija, Rosy Gómez, que hoy vive en Argelés-sur-Mer, al lado de la enorme playa en la que hacinaron a los españoles antes de enviarlos a otros campos.