FAMILIA POLÍTICA

Seguridad Pública (Las percepciones insignificantes)

 “En este lugar maldito

donde impera la tristeza

no se castiga el delito,

se castiga la pobreza”.

Anónimo (en la pared de una celda).

¿Cuántos pequeños conflictos se suscitan en los estratos más desvalidos de la población, desde el punto de vista económico, social y cultural? ¿Cuántos actos de violencia son tan solo estadísticas en los escritorios de las autoridades responsables de la prevención, procuración y administración de justicia? ¿Cuántos problemas colectivos se generan como irrelevantes “chismes” intrafamiliares o intercomunales, por falta de atención oportuna?…

Los grandes escenarios de violencia, el amarillismo publicitario, los distractores y cortinas de humo que se forman en torno a la percepción de autoridades y opinión pública, generalmente logran esconder, o por lo menos disimular transitoriamente, las diarias vivencias de hombres y mujeres que sobreviven en asentamientos que, de la noche a la mañana, surgen sin que la tenencia de su tierra esté legalmente formalizada. Migración doméstica perpetua del campo a la ciudad de grupos principalmente indígenas, bajo cuya influencia se transforman tierras, de ancestrales magueyales, en paisajes con precarias viviendas construidas con los más inverosímiles materiales, comunicadas por veredas bajo el sol calcinante o el lodazal intransitable, según la época del año. 

Así, en condiciones infrahumanas sobreviven familias, algunas casi monolingües y analfabetas, que dentro de su miseria no están exentas de caer en odios, rencores y todas aquellas figuras que están en el amplio catálogo de las bajas pasiones.

No se debe olvidar que la paz social es la suma de sensaciones y percepciones de seguridad que, en su entorno, deben tener de manera individual, familiar y comunal, los mexicanos que viven bajo la protección de la Constitución General de la República.

En este universo, una trabajadora doméstica (llamémosle María), arribó hace algunos años desde la sierra Otomí-Tepehua, junto con su pareja del mismo origen. Ya procrearon dos generaciones más. Su familia colateral, compuesta por varios miembros, compartió en su momento el éxodo; también, el crecimiento vertical y horizontal de su prole, así como la multiplicación por afinidad, paisanaje y amistad. Poco a poco los jacales también crecieron en proporción geométrica y sus habitantes, fatalmente se ven inmersos en rencillas que pretenden resolver a su manera: a golpes o con armas blancas, bajo el influjo del pulque y/o del aguardiente. 

Hace escasos días, fue noticia que, entre los magueyes se localizó el cadáver de una niña, violada de manera absurda por un abuelo borracho e ignorante.

María, por algún motivo (irrelevante para los fines de este escrito), un día sufrió una violenta agresión física por parte de una prima de su pareja, la cual se distingue por su rijosidad y vocación para el conflicto. Casi en el centro de la cinta asfáltica, sobre la carretera federal, la fiera mujer golpeó a su rival; para fortuna de ambas, no pasó ningún vehículo con las altas velocidades que en ese tramo suelen alcanzarse. 

Dolida, humillada, desvalida, la dócil indígena llegó hasta mi puerta para pedir, de manera conmovedora: “Ayúdame por favor, me golpeó y lo seguirá haciendo; dice esa mujer que no le importa con quién me queje, que no tiene miedo al juez, ni a la policía, ni a nadie. Que todos los días me va a pegar”. Debo anotar que la ausencia de respeto a la autoridad es auténtica. La figura policial se advierte lejana, casi irreal. En esos lugares impera la ley de la selva. El viernes, la agresora, acompañada por cuatro esbirros alcoholizados, hostigó toda la tarde a María, frente a su casa; afortunadamente escuchó y siguió los consejos de no caer en provocaciones. Al otro día llegaron dos patrullas, realizaron un breve recorrido y la sangre no llegó al río, hasta ahora.

En estas condiciones, ratifiqué mi convicción de que la seguridad pública no debe admitir filias ni fobias de carácter partidista, religioso, étnico o lingüístico; también redescubrí que, bajo ciertas circunstancias, la percepción de seguridad es más de forma que de fondo. Que tiene más eficacia inmediata la presencia policial en el lugar del potencial conflicto, que la promesa de levantar un acta ante la autoridad competente o que un médico legista dé fe de lesiones que no ponen en peligro la vida y tardan en sanar menos de quince días.

La presunta valentía de ciertos agresores se desvanece ante la presencia real de una patrulla con las torretas encendidas y de unos elementos que, respetuosamente, pero con energía, saben imponer el orden como fundamento de la tranquilidad y de la paz, en pequeñas y olvidadas comunidades. 

Sirvan estas líneas para reconocer a la Secretaría de Seguridad Pública Municipal y a los mandos competentes para solucionar este tipo de conflictos que, aparentemente insignificantes, pueden ser la semilla que engendre problemas de mayor magnitud. Reconozco la celeridad de su respuesta y la eficacia de sus resultados. 

Gracias Rafa, gracias Isabel.

 

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