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LA POLÍTICA SIN PARTIDOS

En Democracia, ningún partido político puede aspirar a controlar al total del universo votante; esto sería Totalitarismo y un partido es, por definición, una parte de la sociedad que se organiza con el objetivo fundamental de alcanzar el poder. Todas las sociedades, a saber, cuando experimentan la transición del comunismo primitivo y surgen las primeras estructuras de gobierno, generalmente se consolidan gobernantes muy fuertes: es la persona, no la institución, quien encarna la representación de Dios para gobernar a los hombres. “El Estado soy yo”, decía el llamado Rey Sol, Luis XIV de Francia; solo de esta frase se infiere que era un gran conocedor de su circunstancia (mucho antes que la definiera Ortega y Gasset).

México es un país con una gran inclinación a rendir culto a la personalidad de determinados personajes. Por herencia juglaresca, desde nuestra más tierna infancia encontramos un ambiente lleno de narraciones en prosa o en verso, que exaltan las hazañas de los más disímbolos héroes y/o anti héroes (de la Independencia a los actuales narco-corridos). Los gobiernos de siempre y sus opositores de siempre, proporcionan material para la creatividad de un pueblo ansioso de que un día llegue El Mesías, para poner punto final a sus sufrimientos y carencias, dentro de una utópica paz republicana.

Un caudillo es un líder que surge, generalmente, de grupos armados de corte militar. Estos poderosos personajes suelen ser protagonistas de las revoluciones. En el México del siglo XX era muy común evocar las figuras de “El Centauro del Norte”, “El Caudillo del Sur”, “El Barón de Cuatro Ciénegas”, “El Manco de Celaya”, “El Jefe Máximo de la Revolución” y una gran pléyade de personajes que junto a ellos pululaban: “La Valentina”, “La Adelita”, “Benjamín Argumedo”, “El Rayo de Sinaloa”, etcétera, etcétera, etcétera.

Cuando los caudillos se hicieron gobernantes; quedó en su subconsciente la reminiscencia del levantamiento violento como “Última Ratio” para dirimir controversias; así, por ejemplo: Pancho Villa, vivía pacíficamente en su hacienda de Canutillo, cerca de Parral, Chihuahua, pero una célebre entrevista con el periodista Regino Hernández Llergo, recordó a la opinión pública nacional que estaba vivo y vigente y que, a un solo llamado de él, volverían las llamas de la rebelión. Cada sucesión, cada relevo de la figura presidencial, entrañaba el riesgo del conflicto armado.

El secreto de la fuerza y permanencia del PRI en la historia contemporánea, se explica por cuatro razones fundamentales; Primera: Nació desde el poder conseguido a balazos, no por la vía del voto popular. Segunda: La convocatoria de Plutarco Elías Calles logró la disciplina de los arrogantes caudillos, para someterse voluntariamente a sendos “pactos de caballeros”. Tercera: La estructuración de un brazo político-electoral del gobierno para unificar a las tribus dispersas, acostumbradas a vivir del chantaje y la extorsión; tantos años de estabilidad no se dan por generación espontánea. Cuarta: El equilibrio dialéctico entre la resignación y la esperanza (no fui candidato ahora; me disciplinaré, continuaré trabajando y para la próxima lo lograré). A excepción del PAN, que surgió y sigue siendo oposición (aunque esporádicamente sea gobierno), los demás no logran superar la etapa del caudillismo tribal; algunos desaparecen sin lograrlo. En conclusión: tan negativa es la disciplina dogmática, como la insurrección anárquica.

Decía el Maestro Maquiavelo, que El Príncipe tenía dos retos fundamentales: el primero, alcanzar el poder y, el segundo, preservarlo. Para lograr el primero tenía dos caminos: las armas y las urnas; para la conservación, la fuerza o el convencimiento. – ¿Qué es más importante para El Príncipe? ¿Ser amado o ser temido? Después de una serie de razonamientos, concluye que lo ideal sería ser amado, pero en caso de conflicto, siempre será mejor que el gobernante sea temido. Muchos años después, la novelista Taylor Cadwell decía: “Cuando un gobernante ríe con su pueblo, terminará haciendo que su pueblo se ría de él”. En fin… cuestión de estilo.

Cada que concluye un periodo constitucional para renovar el mandato del Poder Ejecutivo nacional o estatal, se estrenan condiciones inéditas. Revive la antigua polémica: ¿Qué es más importante, el partido o el candidato? Es evidente que ambas posturas tienen seguidores, por eso es tan fácil para algunos cambiar de partido, como renovar sus calcetines; sin pudor, sin autocrítica, sin el mínimo sentido de la lealtad… algunos logran derrotar al partido de sus orígenes; otros creen que como independientes, tendrán más fuerza y votación que los desprestigiados institutos políticos; también están quienes se aferran a su presente y siembran en él esperanzas para el futuro; prefieren perder, que cambiar de chaqueta.

El fenómeno de “la cargada” afecta a buena parte de la población; los ciudadanos con aspiraciones políticas vuelcan sus afanes para que los vea quien es o puede ser poderoso (a) en el futuro inmediato, aunque tenga que cobijarse en una bandera que hace poco repudiaba. Todas las virtudes se reúnen en el candidato; todos los defectos se olvidan, normalmente porque pasan a los perdedores.

Es cierto, la política desgasta; los dirigentes de todos los partidos cometen pecados veniales y mortales que pueden costarles la pérdida del poder; claro, algunos lo preservan por un siglo y otros, antes de un sexenio, ya son cuestionados. Por eso es importante, amigos lectores, fijarse en quién depositaremos la confianza. A mi juicio, tiene que ser aquél (aquélla) que tenga comprobada experiencia, sobre quien argumenta tener muchas ganas, pero frágiles lealtades y capacidades discutibles. 

Para tomar la mejor decisión no importan cuestiones de sexo, edad, herencia familiar ni descalificaciones por guerra sucia. 

No hay elección fácil, aunque se puede formar parte de la mayoría sin obtener triunfo alguno. Pierden ganando los que no votan; los que no creen en nadie, ni siquiera en sí mismos: los abstencionistas.