Estados Unidos ante el nuevo orden mundial

Desde su fundación, Estados Unidos se ha distinguido por su férreo pragmatismo como forma de vida. Ese comportamiento supone —como corriente filosófica— que lo que invariablemente ha considerado esa joven nación para su cálculo político, son en realidad los efectos medibles de sus acciones, orientadas regularmente al logro de su beneficio, utilidad o provecho.

Su éxito es sin duda irrefutable: hoy en día son la única superpotencia. No obstante, la globalización económica, que fue concebida por el gobierno de Washington como el mecanismo idóneo para la expansión universal del capitalismo de mercado, ha supuesto —en realidad— una serie de nuevos y formidables retos en el siglo XXI, los cuales aún no ha sabido cómo encararlos el propio país norteamericano.
Efectivamente: bajo las reglas del mercado global, en los ámbitos comercial, empresarial e intelectual, los beneficios que produce la nueva economía multilateral, también favorecen a los países que saben cómo aprovecharse de sus diversas bondades. El supuesto modélico es China, quien ha adoptado el capitalismo frontal hacia el exterior y el de carácter progresivo hacia el interior.
Distintas economías, como la de los Tigres Asiáticos, India, Brasil, Rusia, Polonia y México, también han supuesto un duro golpe para las viejas economías capitalistas, como ha sido patente para los países de Europa Central, quienes no han sido capaces de preservar el Estado del bienestar, justamente a la par de ser competitivos en el ámbito del comercio internacional, todo ello en demérito de sus habitantes.
El dilema para los gobiernos en turno no es sencillo, ya que ser exitoso en el mercado global supone no solamente la flexibilización comercial, de inversiones y aranceles, sino también en las materias financiera, laboral, fiscal y administrativa; todo lo que se ha traducido en descenso en la calidad de vida de millones de trabajadores europeos y norteamericanos, esto último según lo demostró su reciente elección presidencial.
Indiscutiblemente, este complejo fenómeno se trata de una nueva lucha planetaria por los escasos recursos, pero ahora no entre el Norte y el Sur, especialmente por territorios y materias primas, sino entre las viejas potencias económicas versus los países en desarrollo que están dispuestos a sacrificar su presente por un futuro mejor y que a su vez apuestan por la innovación, por la educación y por el trabajo.
Los grandes capitales mundiales, de fuente occidental o no, sin otra nación que la del interés que se basa en su propia utilidad económica, lógicamente se han beneficiado del nuevo contexto con ingentes ganancias a costa de las clases media y baja de los países desarrollados, lo que ha provocado una situación hasta hace poco inimaginable: que los trabajadores europeos y norteamericanos no apoyen a los partidos progresistas que antaño veían por sus intereses colectivos.
Se trata de grandes masas que se sienten traicionadas por su clase política, mismas que —al no encontrar respuestas expeditas frente a lo que consideran una amenaza con relación a sus derechos adquiridos— prefieren actuar bajo la regla del miedo, por lo que giran sin mucho problema hacia la derecha, hacia el racismo, hacia la xenofobia y hacía la violencia; es decir, actúan motivados siempre por el recelo de lo que resulta extraño, foráneo y desconocido.
En suma, para resolver las insólitas dificultades que presenta el orden mundial en gestación, EU no podrá recurrir, para conseguir sus propósitos como la nación más poderosa de la Tierra —y como sí lo han hecho en discutibles capítulos de su breve historia— a la violencia, la amenaza y la fuerza. La negociación, el diálogo y la paz deberán ser los únicos instrumentos para encauzar su pragmatismo, aún bajo el incierto mandato de un hombre aparentemente radical como Trump.

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