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Espera…

-El pasajero que iba a un lado- estaba contando Enrique cuando Ernesto lo interrumpió. 

-¡Espera!- dijo el amigo para concluir él, la historia que había comenzado Enrique y agregó: –el hombre que estaba a un lado soltó un gas de esos que hacen que la gente se baje de la colectiva-

Era cierto. Las historias que contaba Enrique, siempre eran las mismas, y tampoco tenía obligación de que fueran diferentes, estaba educado al estilo del comediante ese que repetía su chiste vestido de: niño pobre, chapulín o ratero salado. Y el tiempo que había tenido en vida tampoco le había dejado mucho que contar. 

Hay momentos en los que uno simplemente puede hablar sobre la gente que camina en la calle sin atrevernos a preguntarles quiénes son, hacia donde van, la ciudad es un mundo que dista mucho del campo, allá todos se conocen, saben quién es hijo de quien casi casi desde que el árbol de la familia comenzó a echar raíces, acá en la ciudad puedes llegar al final de tus días sin contar nada más, que lo mucho que trabajaste para sobrevivir.

Enrique no se molestó cuando Ernesto lo interrumpió, se quedó mirando las pocas flores que quedaban en el parque público que no tardaría en quedar consumido por contaminación del hombre, por lo tóxico y hostil que a momentos en la ciudad le resulta al espacio público la presencia humana.

Al rato, cuando comenzó a pegar fuerte el sol, cada uno agarró su rumbo y si al otro día no llovía seguramente se volverían a encontrar para repasar todas esas historias que aunque hace tiempo habían dejado de ser graciosas o sorprendentes, aún tenían que contarse al amigo que se convirtió en hermano.