ERA UN NIÑO

ERA UN NIÑO

ALFIL NEGRO

Mi pueblo era muy pequeño:

tres calles, todas de piedra,

una laguna con patos

y un parque de tordos negros.

Mi mundo se terminaba

al final de nuestras calles,

pero conocía la luna,

las estrellas en la noche,

y el sonar de la lluvia

que de suyo es silenciosa,

viaje en el tiempo de ida

pero nunca de regreso.

Mi pueblo, de hombres de campo,

hombres de surco y arado,

donde todos conocíamos

nombres e historia de todos,

y donde, ya por la noche,

caminaban por veredas,

lo mismo gente de ahora

que gente que se había ido.

En ese pueblo de piedra,

de gentes siempre presentes,

fui creciendo como niño,

descubriendo mundos nuevos,

y de sorpresa en sorpresa.

En ese pueblo de magia,

había gallos y gallinas,

conejos, y muchos puercos,

pero nunca hubo ganado,

por eso ahora recuerdo

una mañana en la escuela,

la maestra en tono grave

nos dijo que al otro día,

iríamos con don Abraham

para conocer de cerca

una vaca que tenía.

No conocíamos las vacas,

por eso, ya en nuestras casas,

le contamos a los padres,

con emoción y con nervios,

el asunto de la vaca.

Y amaneció ese gran día,

bien peinados, caras limpias,

fuimos a casa de Abraham

y conocimos la vaca.

Nos quedamos boquiabiertos,

era un animal con cuernos,

gigante como montaña

y unas patas de roca.

Desde entonces, les confieso,

tengo respeto y cariño

por ese animal de cuento,

la vaca, todo un misterio,

que yo conocí de niño.

Y así, con ojos niños,

conocí un radio de pilas

que un paisano, ya inmigrante,

se trajo del otro lado.

Y allá íbamos, siguiendo

sus pasos por nuestras calles,

para escuchar ese radio

que me impresionaba tanto.

Cuánto diera en estos días

por esos ojos de niño,

para vivir esos sueños

de soñar en los misterios,

de una vaca con sus cuernos

y de ese radio de pilas.

Pero crecí y ya soy viejo,

y guardo con gran cariño

el recuerdo de la vaca

y de ese radio del cuento.

Y cuando miro ahora una vaca

cuántos recuerdos me llegan,

y con cariño y respeto

me pongo de pie y la admiro

y le inclinó mi cabeza.

Conozco muchos lugares,

polo norte y catedrales,

y ninguno me impresiona

como esa vaca que cuento.

Tengo los ojos cansados

pero cuánto, cuánto diera,

por recuperar ¡Dios quiera!

aquellos ojos de niño,

abiertos como unos platos,

cuando vieron a la vaca.

Ojos de niño que siempre

miraban hacia la vida.

Ojos de viejo que miran,

tranquilos, hacia la muerte.

ALFIL NEGRO

x

ADALBERTO PERALTA

Mi pueblo era muy pequeño:

tres calles, todas de piedra,

una laguna con patos

y un parque de tordos negros.

Mi mundo se terminaba

al final de nuestras calles,

pero conocía la luna,

las estrellas en la noche,

y el sonar de la lluvia

que de suyo es silenciosa,

viaje en el tiempo de ida

pero nunca de regreso.

Mi pueblo, de hombres de campo,

hombres de surco y arado,

donde todos conocíamos

nombres e historia de todos,

y donde, ya por la noche,

caminaban por veredas,

lo mismo gente de ahora

que gente que se había ido.

En ese pueblo de piedra,

de gentes siempre presentes,

fui creciendo como niño,

descubriendo mundos nuevos,

y de sorpresa en sorpresa.

En ese pueblo de magia,

había gallos y gallinas,

conejos, y muchos puercos,

pero nunca hubo ganado,

por eso ahora recuerdo

una mañana en la escuela,

la maestra en tono grave

nos dijo que al otro día,

iríamos con don Abraham

para conocer de cerca

una vaca que tenía.

No conocíamos las vacas,

por eso, ya en nuestras casas,

le contamos a los padres,

con emoción y con nervios,

el asunto de la vaca.

Y amaneció ese gran día,

bien peinados, caras limpias,

fuimos a casa de Abraham

y conocimos la vaca.

Nos quedamos boquiabiertos,

era un animal con cuernos,

gigante como montaña

y unas patas de roca.

Desde entonces, les confieso,

tengo respeto y cariño

por ese animal de cuento,

la vaca, todo un misterio,

que yo conocí de niño.

Y así, con ojos niños,

conocí un radio de pilas

que un paisano, ya inmigrante,

se trajo del otro lado.

Y allá íbamos, siguiendo

sus pasos por nuestras calles,

para escuchar ese radio

que me impresionaba tanto.

Cuánto diera en estos días

por esos ojos de niño,

para vivir esos sueños

de soñar en los misterios,

de una vaca con sus cuernos

y de ese radio de pilas.

Pero crecí y ya soy viejo,

y guardo con gran cariño

el recuerdo de la vaca

y de ese radio del cuento.

Y cuando miro ahora una vaca

cuántos recuerdos me llegan,

y con cariño y respeto

me pongo de pie y la admiro

y le inclinó mi cabeza.

Conozco muchos lugares,

polo norte y catedrales,

y ninguno me impresiona

como esa vaca que cuento.

Tengo los ojos cansados

pero cuánto, cuánto diera,

por recuperar ¡Dios quiera!

aquellos ojos de niño,

abiertos como unos platos,

cuando vieron a la vaca.

Ojos de niño que siempre

miraban hacia la vida.

Ojos de viejo que miran,

tranquilos, hacia la muerte.

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