Epifanio

PEDAZOS DE VIDA

Cuando estás acostumbrado a mirar a la gente no resulta raro ver sus rostros, mirar a los que transitan por la calle o te acompañan en el trayecto que hace el transporte público, rezar para que el que se acaba de subir no resulte ser un asaltante, y tampoco no resulta raro el sentir miedo ante ciertas situaciones. A veces vas olvidando los modales y las costumbres como el saludo o incluso la charla que comenzaba con algo referente al clima del día: “qué calor hace, a ver si nos llueve, qué frío se siente…”.
Cuando has visto a miles de personas pasar por la misma calle, no resulta raro ver una cara nueva, y menos en la ciudad que se extiende como masa en la cocina del panadero. Sin embargo cuando has estado por años en el mismo lugar, aprendes a observar que el árbol no floreó, que los pájaros ya no hacen nido ahí donde siempre, y que incluso han cambiado el color de la fachada de algún edificio.
Su voz era dulce, muy dulce y sus labios lo tenían embelesado con cada palabra que salía de entre ellos. Epifanio, nunca había visto una piel así de blanca y tampoco había percibido un perfume tan peculiar, entre gardenias y canela.
No podía resistir la invitación, “cerró el negocio”, la tomó del brazo y caminaron juntos, para la edad del quincuagenario esto resultaba más que una locura, pero el deseo infinito y bestial del hombre le hizo perder, como siempre, el control.
El negocio nunca cerró, la luz se quedó encendida, en el suelo el cuerpo de don Epifanio, su alma se fue tranquila, creyendo que abrazaba a una mujer, creyendo que no dejaba pendientes, se fue con la ilusión de un negocio cerrado que no sería aprovechado por delincuentes, se fue para no volver.