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En cualquier esquina lo encuentra

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CRONISTA DE GUARDIA 

Lo vi con mis propios ojos hace unos días en la colonia Roma, los tiempos no han cambiado, pues a un joven con ánimo de vender su joyería hecha a mano y colocada cuidadosamente en una manta en el suelo, un supuesto líder de ambulantes llegó y le comunicó que si quería vender en la esquina era un costo extra.

Aquello me recordó que cuando el centro de la ciudad ya se había consolidado como la zona de mayor impacto económico y cuando algún parroquiano buscaba algún bien o servicio, el dicho común era: “en cualquier esquina lo encuentra”.
Y era cierto, el comercio ambulante en el primer cuadro de la urbe tuvo su inicio precisamente en las esquinas más transitadas, sitios donde, apretujados y con buena voluntad, cabían desde el periodiquero, el cilindrero, el merolico, el vendedor de jícamas, el tranza que repetía ¿dónde quedó la bolita?, y hasta el módulo de inscripción a las juventudes católicas que aseguraba la entrada al cielo por la puerta ancha.
Por supuesto no podía faltar el vendedor de dulces y billetes de lotería, el repartidor de grilla política, el charlatán de los remedios mágicos, el bolero, el carterista, sin excluir al tamarindo mordelón que prácticamente “rentaba” los “lotes” disponibles.
Aunque las uniones gansteriles de comerciantes ambulantes siempre han existido, por aquellos años los códigos operaban bajo reglas no tan estrictas. La permanencia en una esquina dependía del agandalle, desde tempranas horas, del espacio vacío en la banqueta. Un día podía uno encargar un trabajo a un relojero con su taller de maleta y a la mañana siguiente encontrarse con un vendedor de raspados con su bloque de hielo asoleándose en la acera.
– Oiga, no sabe dónde está don Mauro, le encargué un bomberazo para hoy a estas horas.
– Újule patrón, va a tener que darse la vuelta al tiovivo, igual puede estar atrás de la catedral que allá por el Correo reparando sus chácharas… eso, si en una cantina no lo agarraron a “tubazos”, usted me entiende…te lleno “tu vaso”, te lleno “tu vaso”.
Aquel era el riesgo de andar encargando trabajitos a los “arreglatodo” de esas calles, por eso la mayoría prefería esperarse a que el “maistro” relojero, zapatero, planchero, etc., terminaran su labor delante de ellos.
Muchos vendedores y chamberos que ya eran cotizados en las principales esquinas, defendían sus espacios con uñas y dientes. Algunos hasta preferían mandar a un chalán desde antes de que saliera el sol, para ganar su lugar por si algún “nuevo” con pretensiones se quería pasar de listo.
La eterna perorata de los locatarios que se quejaban del bloqueo de sus entradas, la basura acumulada, el desprestigio y la competencia desleal a sus negocios, también ocurría en esa época, sólo que por sectores. Los dueños de pulquerías no tenían empacho en dejar a su “gente” trabajar sin problemas y atraer clientes en el borlote; pero otra cosa eran los locatarios de negocios de más alcurnia. A ningún restaurante afrancesado le gustaba que a unos pasos hubiese un puesto de quesadillas y gorditas o a un joyero, que en la esquina se plantase un vendedor de “chapitas” a veces con sus mismos diseños.
En parte esto fue lo que llevaría a la creación de una Unión de Comerciantes Establecidos. Con el tiempo, el agandalle de las esquinas se transformaría en el agandalle de la calle y después en el de la cuadra.
Hasta hace relativamente poco los capitalinos supieron lo que era transitar otra vez por las calles del Centro, libre de puestos y lonas, y mirar nuevamente los edificios que forman parte de nuestro pasado e historia urbana…convertida durante mucho tiempo en un simple circuito para el comercio formal e informal, ambos la misma gata, nomás que revolcada.