Ellos creen

Ellos creen

LAGUNA DE VOCES

Hay luces, antorchas que corren, camionetas, carros de redilas, autobuses, ciclistas, a pie, en bicicleta. Hay, como cada año, cientos, miles, millones que van a la Basílica de Guadalupe en la Ciudad de México, y, pese a todo, a los que ahora son descreídos, a los políticos que gustan de acabar con todo lo que se pone a su paso, persiste el acto fundamental, central en el sentir de buena parte de los mexicanos: creer, tener sincera y absoluta certeza de que hay algo ajeno a las comprobaciones, a las evaluaciones de laboratorio. Hay algo que puede vencer la triste decisión de los que se saben nada al dar el último aliento, igual al polvo, al vacío de la melancolía.

Siempre había creído que la fe se pronuncia y se tiene, o se practica como cada quien piense que debe practicarse, y se hace real. Luego supe que se pide y Dios la otorga, eso para los que tienen cierta creencia, para los que no, será otra la historia. Pero como quiera que sea, todos los caminos que conducen a la Basílica de Guadalupe, se llenan desde antier, también no pocos, por desgracia, acuden puntuales a su cita con la muerte, personificada por un conductor criminal que les echa el automóvil, el tráiler, el camión, porque se desespera, porque tal vez simplemente cumple la encomienda anual de llevar tragedia donde no debía haberla.

Lo mismo en Pachuca, en la Avenida Juárez, en la Basílica Menor, no pasa el día sin ser una muestra clara de que creer nos hace menos dramática la existencia, a veces incluso reconforta a los que no la vieron durante todo el 2023, que ya se asoma a despedirse.

A todos les trae algún recuerdo: de mamá que nos llevaba a misa, de las visitas al pueblo y la fotografía en un caballito de pasta, el sombrero, la pistola al cinto. La visita a la casita que está mero arriba en el cerrito, donde fue la aparición. De los tiempos ya pasados, cuando resultaba natural creer, simplemente creer, porque así lo hacían nuestros padres y abuelos, así los vecinos.

Luego llegamos a la conclusión de que quien se precie de ser preparado en los asuntos filosóficos no debe creer; al contrario, debe descreer de todo y clamar a los cuatro vientos que además es ateo, y burlarse con la frase trillada hasta la náusea: “por obra de Dios”.

Tarde o temprano nos llega el momento de ver con otros ojos tantas luces en la autopista a México, tantas personas que acuden sin que un politiquero les invite con promesa de un billete, torta, frutsi, refresco pues, y transporte.

Este es otro asunto, y bueno que así sea; bueno que no tenga nada que ver con los poderes terrenales de saltimbanquis que pelean con descreída voluntad un puesto, el que sea, una candidatura, la que sea, un lugarcito en el paraíso de los que, con bastante regularidad, se hacen dueños de la pelota por grandes temporadas, hasta que un día la pierden, se vuelven humanos de nuevo, y otra vez dicen que ya creen, hasta arrepentidos de su pasado.

Desde los 18 años, cuando llegué por vez primera a Pachuca, el autobús del Flecha Roja disminuía su velocidad en este día, pasaba lento, respetuoso ante las caravanas. Raro en ese entonces y ahora, el chofer se veía en calma, paciente, tocado por la necesidad de creer.

Hoy, pasados tantos, muchísimos años, también miro con otros ojos las luces que dibujan en la noche lluviosa de este lunes, el camino de los que creen con toda el alma, que la vida conserva la magia que aprendieron en la casa del padre, de la madre, de la familia que simplemente lo dice con su proceder: creen.

Mil gracias, hasta mañana.

Mi Correo: jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

X: @JavierEPeralta

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