FAMILIA POLÍTICA
El que vende las noticias
puede comprar deferencias;
más, del poder, las caricias,
sólo las compra el silencio.
PGH.
“Por caminos divergentes, la historia y la novela histórica se complementan en la tarea de mostrar los diferentes ángulos de una verdad poliédrica. La historia dice así fue; la novela propone así pudo ser”. Con estas palabras, Enrique Serna, investigador y novelista con reconocimientos internacionales, fundamentalmente por su biografía de Don Antonio López de Santa Anna, que se publicó bajo el título El Seductor de la Patria, prologa su obra más reciente, El Vendedor de Silencio; en ella aborda la personalidad pública y privada de Carlos Denegri, el periodista más influyente en la mitad del siglo pasado.
Reportero estrella de Excélsior, fundamentaba en los apapachos del poder político, su absoluta falta de escrúpulos; Julio Scherer lo llamó “El mejor y más vil de los reporteros”; también se dice que fue “industrializador del chayote”, aun cuando la connotación actual de la palabra no existía. El poderoso columnista mereció agudos comentarios de Carlos Monsiváis, quien consideraba que un coscorrón (muchas veces difamatorio) en Fichero Político, representaba para cualquier aspirante a determinado cargo público “una temporada en el infierno”. Era ostensible su fortuna; ganaba millones por elogiar a los políticos; pero se hizo más rico por callar cuanto sabía; fue arquetipo del “periodismo de cuello blanco”; vivió siempre embriagado por el perfume del poder.
Al leer esta obra de Serna, me vinieron a la mente tres P, como coadyuvantes del triunfo para un profesional (aun sin ostentar título) en cualquiera de las actividades humanas más importantes: Preparación, Presencia y Pedigree. Aunque Denegri no concluyó una carrera universitaria, sus andanzas al lado de su padre adoptivo (destacado político y diplomático), lo ubicaron en el ambiente propicio para hablar correctamente: Inglés, Francés y Alemán. Además de su porte, elegante por naturaleza, vestía de manera impecable; usaba los mejores accesorios y perfumes. Desde luego, el apellido Denegri, que ostentó desde pequeño, sin tener derecho a él por consanguinidad, le ayudó a abrir puertas, de otra manera infranqueables.
Adiestró, desde el principio, su bien dotada pluma para respetar la máxima: “Contra el poder, nunca tendremos razón”; logró mimetizarse con los requerimientos del Sistema Métrico Sexenal. Envuelto en una red de protección y complicidad piramidales, se sabía impune; era prepotente, grosero, agresivo…
Cuando alguien logra que su nombre tenga renombre, es muy difícil separar su vida privada de la pública, aunque en esos tiempos no existían redes sociales: los pleitos de cantina; golpes a sus parejas permanentes u ocasionales; dormir en cualquier banqueta, ahogado de borracho; tener constantes accidentes automovilísticos o involucrarse en pequeños líos con los compañeros de trabajo, eran cosas de todos los días. Alcohólico irredento; lo sabía, pero jamás aceptó con seriedad someterse a tratamientos, a pesar de las horribles resacas físicas y morales que fomentaban su autodesprecio y momentánea autodestrucción. Siempre se creyó capaz de controlar con pura voluntad, los estragos que perjudicaban su intimidad, así como su vida social, profesional y económica. Para aligerar su consciencia, daba a su confesor y a la iglesia fuertes cantidades de dinero; lograba por ese autorizado conducto el perdón divino que lo mantenía sobrio por corto tiempo, sólo para volver a las andadas: el trago, las mujeres y otras drogas eran su razón de ser, a pesar de su irrefrenable desprecio por el sexo opuesto.
Formidable publirrelacionista en sus períodos de sobriedad, escaló con facilidad altas plataformas en el medio periodístico y generó importantes relaciones políticas. Los valores y principios tradicionales jamás le preocuparon; tuvo amigos de la talla de Bernabé Jurado (El Abogánster), con quien hacía múltiples componendas. En una inconsciencia como la suya, no cabían reproches de tipo moralista por lo que decía o dejaba de decir. Sus aires de Don Juan lo hicieron entrar en la vida de muchas mujeres y sostener tres matrimonios con bellísimas damas de la mejor sociedad; además de los atributos físicos, privilegiaba su inteligencia y cultura. Aun cuando invertía mucho tiempo y verdaderas fortunas en la conquista, una vez satisfecho su ego, bastaban unas cuantas copas para que menudearan las humillaciones, los golpes y aún las tendencias homicidas. Claro, hoy agredía y mañana pedía perdón con mariachis y toneladas de orquídeas.
A pesar de la imagen de auténtico monstruo que Denegri transmite, hay rincones de su inconsciente que, al traslucir, denotan rasgos de nobleza. Uno de sus amigos, en plena resaca le dijo: “Si fueras un cínico de verdad, estarías contento. Los verdaderos cínicos no se flagelan ni se atormentan, porque tienen el alma forrada de acero. En cambio, tú, vives el éxito como un fracaso: pleitos en lugares públicos; rabietas de energúmeno; maltrato a las mujeres. Pareces un perdedor, infiltrado en el bando de los ganadores”. Denegri esbozó una mueca despectiva; su amigo le había radiografiado el alma, pero no le daría el gusto de reconocerlo.
Defendía, con todo, su derecho a la libertad; aunque esa libertad fuera para lograr su autodestrucción. El complejo de Edipo era fundamento de su desprecio, pero él no lo sabía. Cierto día, a las puertas de elegante restaurante, algunas encopetadas damas, al verlo, entraron en un parloteo que pretendía ser discreto; obviamente, no era un flirteo con el otoñal galán, sino su personalidad de periodista lo que las atraía. Una de ellas se atrevió a preguntarle ¿Es Usted Carlos Denegri? Él contestó, casi congestionado: ¡Era!… Un segundo después, vomitaba ruidosamente.
Vivía bajo amenaza de muerte de su esposa en turno, quien le advirtió, antes de perdonarle el último maltrato: “Si vuelves a beber, te mato”.
Su estrella perdía brillo rápidamente: se equivocó de candidato en la sucesión presidencial; por “instrucciones superiores” clausuraron su programa estrella en la televisión; Excélsior le cerró sus espacios; sus múltiples enemigos, antes débiles, se hicieron poderosos, sin perder el odio; las arrugas cada día llenaban su epidermis; su joven consorte no perdía oportunidad para recordarle su edad y alimentar sus celos… Cuando tuvo la certeza de que ya no tenía futuro, acudió a su cita con la muerte: borracho, buscó a su esposa y encontró en sus manos la libertad.