
Entre líneas
De vuelta con ustedes, estimadas y estimados lectores, luego de mi estancia en el “viejo mundo” [con motivo del compromiso personal por mantener una formación jurídica adecuada, y así brindar un servicio de impartición de justicia con profesionalismo y excelencia, tal y como lo postulan armónicamente el numeral 10 de los Principios básicos relativos a la independencia de la judicatura, emitido por la ONU, 17 y 20 del Código de Ética del Poder Judicial del Estado de Hidalgo], me encuentro que, en este “nuevo mundo”, están bajo la óptica popular otros principios básicos inherentes a la función judicial, como son la imparcialidad e independencia.
En ese sentido, cabe recordar que, para que el poder de autoridad tenga un equilibrio de fuerzas –sistema de pesos y contrapesos– que permita un sistema de gobierno auto-controlado, se ordenó la división de poderes, en: 1º. Legislativo, 2º. Ejecutivo y 3º. Judicial (organización política que data desde 1748 cuando se publicó el libro “El Espíritu de las Leyes”, del político y filósofo francés Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu, –por lo que no es nada nuevo–).
El motivo de esa “separación de poderes”, tiene como primordial objetivo que el Poder Legislativo haga las leyes, el Poder Ejecutivo las ejecute y el Poder Judicial haga que se cumplan y sancione a quien las infrinja.
Sin embargo, esa división también tiene el propósito de que no se monopolice el poder, tan es así que el artículo 49 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, establece tajantemente que: “No podrán reunirse dos o más de estos Poderes en una sola persona o corporación”, con la intención evidente de que no se interfiera con la función originaria de cada uno de dichos Poderes.
Bajo este panorama, en el “Tercer Poder” se encuentran las juzgadoras y juzgadores, quienes tienen el deber de “resolver los asuntos que conozcan con imparcialidad, basándose en los hechos y en consonancia con el derecho, sin restricción alguna y sin influencias, alicientes, presiones, amenazas o intromisiones indebidas, sean directas o indirectas, de cualesquiera sectores o por cualquier motivo”, como se ha dispuesto internacionalmente en el numeral 2 de los referidos Principios básicos.
Por tanto, es evidente que las personas que desempeñan la función judicial constituyen ese brazo del poder que pone freno a las arbitrariedades, ilegalidades y abusos de cualquiera que vulnere las leyes emanadas del pueblo, cuya conducta no solo se rige por las normas orgánicas que regulan su actividad jurisdiccional, sino por principios éticos, como son: la independencia, excelencia, imparcialidad, objetividad, profesionalismo, eficiencia, honradez, lealtad, legalidad, economía, disciplina, transparencia, rendición de cuentas, competencia por mérito, justicia y equidad, eficacia, integridad, motivación, prudencia, secreto profesional, diligencia, responsabilidad institucional, cortesía, honestidad profesional, conocimiento y capacitación.
Como es de apreciarse, las altas virtudes que requiere una Juzgadora o Juzgador, deben expresarse en todos sus actos, especialmente en sus resoluciones, las cuales son revisables por los órganos superiores que las propias normas orgánicas y procesales establecen; de ahí que lo mínimo esperado es que –como a cualquier otra persona– a quien ha desempeñado la función judicial, se le insten los procedimientos ajustados al derecho fundamental de debido proceso, y no, por el contrario, que se haga patente el refrán: “en casa de herrero, cuchillo de palo”, pues como adelantó Montesquieu hace más de 200 años: «todo hombre que tiene poder se inclina por abusar del mismo; hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar de este, hace falta disponer las cosas de tal forma que el poder detenga al poder».