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El valor de la bandera

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Callejón de Sombrereros         

Uno de los momentos más tristes de la historia ocurrió la madrugada del 14 de septiembre de 1947 cuando las tropas del ejército norteamericano desfilaron por las principales calles del Ayuntamiento de la ciudad de México hasta llegar al zócalo, donde un oficial entró en Palacio Nacional para izar la bandera de los Estados Unidos de América.

 

El general John A. Quitman, comisionado por el general Winfield Scott para ocupar el centro de la ciudad, escribió: “La bandera, primera insignia extraña que había ondeado sobre ese edificio desde la conquista de Cortés, fue desplegada y saludada con entusiasmo por todas mis tropas”.

A pesar de que con no poca frecuencia se obvia su veneración incluso con sarcasmo desdeñoso, la bandera puede ser una señal y un destino. En la Biblia se mencionan reiteradamente banderas, estandartes y enseñas. “Los hijos de Israel”, está escrito en el Pentateuco (Números 2.2), “acamparán cada uno bajo su bandera bajo las enseñas de sus casas paternas, alrededor de la Tienda de Reunión, a cierta distancia”. También los antiguos egipcios sabían que en una bandera pueden convergir sentimientos comunes como temor reverencial y devoción, y entre los persas los estandartes eran resguardados con fervor por los soldados más valerosos. Cada ciudad de la antigua Grecia se distinguía por un emblema sagrado o una letra: Atenas por el búho y la oliva, Corintia por el pegaso, Tebas por la esfinge, en memoria de Edipo, Lacedemonia por la letra A. Como un presagio funesto, en El Estandarte de Alexander Lernet‑Holenia, el teniente Herbert Menis imagina un ejército que se negara a seguir a su bandera.

Antes de la medianoche del primero de mayo de 1945, cuando un soldado del Ejército Rojo (cuyo periódico se llamaba La Bandera de Stalin), izó la bandera de la Unión Soviética en el Reichstag como una señal de victoria, todavía se sostenía una lucha atroz en su interior, por lo que Antony Beevor considera que se trató de una farsa.

Una bandera puede asimismo importar una afrenta. El sacerdote jesuita Heriberto Navarrete conjeturaba que debió ocurrir en las primeras horas de una tarde de 1921 cuando el pabellón rojinegro, no precisamente del Club Atlas, ondeó en medio de las dos torres de la catedral de Guadalajara. Se atribuía el hecho a un anarquista argentino, Jenaro Laurito, que dirigía el Sindicato de Inquilinos, algunos de cuyos miembros, “con aparato de mucho poder, establecieron turnos de guardia y, como de asiento permanecieron en las diversas dependencias de la Catedral, grupos de belicosos, al parecer dispuestos a todo”.

Poco después, un tumulto rodeó a un hombre con “la cara ensangrentada, abotagada por los innumerables golpes, con la camisa desgarrada, pero los puños en alto, la ronca voz encendida con entusiasmo delirante, gritando a voz en cuello como para dominar el estruendo ‘¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva México!’”

 

Se trataba de Miguel Gómez Loza, que había subido por las escaleras de caracol que desembocan en la puerta de Avenida Hidalgo, frente al Jardín de la Soledad, sorprendiendo a los que hacían guardia con frases como “A ver… ¿dónde está Jenaro?”, y había llegado al asta bandera para desgarrar el pabellón y lo había lanzado al aire desde la baranda.

Durante muchos días, Miguel Gómez Loza, que fue beatificado en 2005 por el papa Benedicto XVI, mantuvo la cara amoratada y recurrió a lentes oscuros para disimular los ojos hinchados.

En “El sitio de Bagdad” y otras aventuras del doctor Greene, Pablo Soler Frost ha revelado el destino de la bandera que las tropas mexicanas obtuvieron en “El Álamo”; para impedir su devolución a Texas se convirtió en quinientos relicarios preciados.

Cuando murió en el exilio, en Montauban, en Francia, el 3 de diciembre de 1940, acechado por colaboracionistas, espías, agentes franquistas y la Gestapo, el presidente de la II República española, Manuel Azaña, no pudo ser enterrado con la bandera de su fiel batallón presidencial; fue la bandera de México la que lo cubrió. Como lo ha escrito su sobrino, el poeta Enrique de Rivas, “la bandera mexicana no fue sólo un símbolo; fue una protección eficaz”.