LA GENTE CUENTA
Los inclementes rayos del Sol tratan de invadir sus pupilas. Aquel hombre de apariencia descuidada, figura menuda y pocas ropas, se levanta de mala gana: un día más acaba de iniciar, y eso es señal de que tiene que conseguir un poco de alimento, al menos para sobrevivir lo que resta del día.
Se sorprende al ver su termómetro ambiental, el Sol ha alcanzado su cenit, y la temperatura apenas ha alcanzado los 28 grados, siete grados menos que el día anterior. En realidad se asombró porque la temperatura ha estado por debajo de lo que hace un mes se presentaba, cuando el calor era insoportable.
Después de acomodar sus objetos personales debajo de una lona vieja, donde tenía su improvisado hogar, después de colocarse una especie de zapatos para soportar las altas temperaturas del suelo, echó andar con el Sol a cuestas, mientras que un incipiente viento circulaba por el ambiente, trayendo consigo un poco de arena, afectando un poco su visión.
El paisaje vespertino se veía un poco claro, aunque, por donde se mirara, solo había dunas, montañas de arena ardiente moldeadas por el poco aire existente, y en medio, los restos de lo que era una autopista. Aquel hombre recordaba perfectamente aquella carretera: el camino que llevaba a un sitio que alguna vez fue un bosque, y del que ahora solo quedaban troncos quemados por el sol.
En medio de la nada había un pequeño local, lo que en su momento abastecía de alimentos a las personas. Encontró unas cuantas cajas llenas de alimento chatarra. El hombre echó un vistazo a su alrededor: todavía eran comestibles. Con hambre atrasada, devoraba parte del contenido, mientras que guardaba la otra en una bolsa rota, por si acaso.
Esperó a que el Sol dejara de brillar, y que la noche invadiera la bóveda celeste. En su pensamiento, comenzó a imaginarse como sería la vida del planeta una vez que su propia existencia se apagara, cuando ya no quede nada de la humanidad sobre la faz de la tierra. ¿Volvería el planeta a ser como antes? Quizá el tiempo lo dirá.